Barcelona

Durante muchos años esta era una ciudad que se distinguía por su nivel y calidad. A veces demasiado pagada de sí misma, se gustaba desde que de la mano del alcalde Maragall y las Olimpiadas descubrió que se podía embellecer y poner en valor los numerosos atractivos de los que disponía. Mediterránea, culta y moderna, se puso guapa y se dejó querer a lo largo de unas décadas para viajeros que se le acercaban sabedores de que lo que la distinguía era su cultura refinada y a veces vanguardista, un urbanismo racionalista, espacios urbanos de calidad, así como multitud de rincones y atractivos que permitían experimentar con una ciudad de fuerte personalidad y notoria calidad de vida. Durante décadas, aunque urbe cara y compleja de gestionar, en Barcelona se podía vivir y los que formaban parte de ella blandían orgullosos un fuerte sentido de pertenencia a una ciudad que mantenía la cara limpia y se preocupaba de su gente. De turismo había, y mucho, pero venía filtrado y sabía a qué venía. Pero llegó la época del low cost y de la eclosión de un turismo no sólo masivo, sino también de manada, que está acabando con el interés, el encanto y con la posibilidad de vivir en las mejores ciudades europeas y, con ellas, especialmente Barcelona.

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A estas alturas, la ciudad se ha vuelto invivible para sus ciudadanos: extraordinariamente cara, sucia, ruidosa y con pocos encantos toda vez que está única y exclusivamente encarada al turismo. Ya hace tiempo que no le llegan viajeros, ya que las hordas de turistas muchos de ellos con pretensiones de borrachera y actitudes incívicas, han liquidado todo su interés. Barcelona como ciudad singular prácticamente ha dejado de existir, convertida en una especie de parque temático para ir a hacer despedidas de soltero. Una Disneylandia del sur preparada ya sólo para satisfacer a estos nuevos bárbaros que llegan sólo adornados con las pulsiones más elementales y las actitudes más salvajes. Esto que se llama el sector turístico, formado básicamente por especuladores a costa del espacio urbano y que suelen proporcionar condiciones de trabajo y salarios de miseria a sus precarios empleados, abonan por no poner ningún límite a esta destrucción de una ciudad, enterrada ya de suciedad, meadas y peleas en la calle, que dista mucho de poder enarbolar aquella marca de ciudad que mostraba orgullosa hace unos años. Las economías de plataforma -Uber, Airbnb, e-dreams, booking…- y los vuelos baratos han terminado por saturar la ciudad, hacer imposible la vida en condiciones de sus ciudadanos, convertir los alquileres en inalcanzables, matando a medio plazo la gallina de los huevos de oro. Muchas escenas de este verano en la Barceloneta o el barrio antiguo, evocan más en el primitivismo tecnológico del mundo brutal de Mad Max, que de la urbanidad culta que se pretendía encarnar. Se ha perdido cualquier noción de orden, entendido este concepto en el mejor sentido democrático de mantenimiento de la seguridad y la civilidad en el espacio público. Sergi Pàmies hablaba hace poco y de manera elocuente de la «magalufización» de Barcelona. Pues eso.

A pesar de la politización torpe del tema, ciertamente el Ayuntamiento no es el «culpable» de los depredadores instintos de la industria turística ni del cambio tan a peor de los hábitos sociales, que especialmente expresamos cuando estamos fuera de casa. Pero sí que el gobierno municipal es el responsable de poner remedio a tanto desorden y, si es que se puede, revertir una situación que muestra ya una decadencia extrema. Lo que resulta preocupante es que quien gobierna en la ciudad no parece tener ni ninguna política, ni ningún proyecto al respecto. Practican una postpolítica que poco más allá de intentar agradar a todo el mundo y pensar que la política ya sólo es comunicación. Pasarse el día haciendo tuits puede resultar más o menos distraído, pero no sirve para solucionar nada. Tampoco parece que los grupos municipales en la oposición tengan mucho más que aportar, más allá de poner un muy preelectoral grito en el cielo.

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