ETA. Punto y aparte

El final de una organización terrorista no puede tener ningún tipo de grandeza, como tampoco la tiene su existencia. Seguramente ha acabado de manera más languideciente y patética de lo que habrían deseado los que militaron en ella o la defendieron. Para una parte del nacionalismo vasco, a la izquierda y la derecha, forma parte de su ADN. Aunque valoramos la formalización del final, no hay nada que agradecer a un grupo armado que en los casi sesenta años de historia ha asesinado a 829 personas y que ha provocado angustias y sufrimientos a muchas más. Ha destrozado por activa o por pasiva la vida de muchos miles de personas en el País Vasco y en toda España. De hecho, su digamos «éxito» consistió en condicionar fuertemente la política y la sociedad española durante muchos tiempo, especialmente a partir del momento que dio un salto en la capacidad de terror de sus acciones siguiendo una estrategia especialmente criminal que dieron en llamaron de «socialización del sufrimiento». Habrá quien aún justifique el surgimiento de ETA en el represivo contexto del franquismo y argumentarán que quizás el problema es que no supo parar a tiempo. No hay fin digno en el uso del terror para objetivos políticos, y éstos no justificarán nunca el uso de la violencia. Ciertamente, los años sesenta y setenta había entre cierta izquierda europea el espejismo romántico de los movimientos anticoloniales armados y de los iconos revolucionarias del tipo Che Guevara. ETA acabó por coger estas referencias marxistas radicalizadas, pero su origen va más ligado al activismo de sacristía y a influencias de base carlista.

Ahora la batalla es por ver quién impone la narración del significado de tantos años de sufrimiento. Para algunos siguen siendo «gudaris», aunque los tilden de equivocados y dados a los excesos y pretenderán dar un sentido a su historia, haber servido para la construcción de la Euskadi de hoy. A toda una parte de la población vasca, aquella que vivió con miedo durante muchos años, requiriendo escoltas, perdiendo amigos que les retiraban el saludo porque los consideraban «maketos» y que tenían que mirar debajo del coche cada mañana para comprobar que no les habían puesto ningún artefacto, el final de ETA resulta una liberación, pero probablemente se les debe todavía, como mínimo, una disculpa notoria y sincera por lo que se les ha hecho vivir. Una gran parte de la sociedad vasca ha pasado página y quiere que el tema se olvide, no sea que tuviera que rememorar su ambigüedad moral, el mirar hacia otro lado como si no fuera con ellos o bien lo que dijo Arzalluz, «mientras remueven el árbol, los demás recogemos la fruta». Una sociedad triturada por la lógica infernal que provoca la violencia «patriótica», que suele ser empujada, sostenida y justificada por una parte de la población que termina por comportarse de manera totalitaria y miserable. No se puede explicar mejor de lo que lo hace y recrea Fernando Aramburu en una novela tan hiperrealista y sobrecogedora como Patria. Un pasado del que ahora y de manera bastante cínica casi nadie se quiere hacer responsable.

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A nivel de Estado, la competencia ahora también parece estar entre quién es más duro respecto a las acciones armadas no aclaradas en su autoría, que son muchas, y sobre el mantenimiento del rigor respecto de los muchos cientos de presos que hay dispersos por las cárceles españolas. Probablemente el acercamiento al País Vasco tendría todo el sentido, ya que tiene poco que ver con la justicia y el sentido de la mesura castigar a los familiares que los han de ir a visitar. A veces, parece que hay quien está anclado en lo de que «contra ETA vivíamos mejor», ya que les facilita una cierta lógica amigo-enemigo que les cuesta desterrar. Justamente desde estos sectores se suele decir que el final de la banda armada ha sido posible gracias sólo a la persecución policial. Ciertamente hay tenido un gran papel, como lo ha tenido la unidad política, en términos españoles, en contra del terrorismo y las estrategias aplicadas hacia él. También ha hecho mucho la cooperación internacional impidiendo los «santuarios» más allá del Estado y una sociedad vasca que se ha ido saciando de una épica que, una vez alcanzadas las mayores cotas de autogobierno, resultaba nociva para el bienestar y para hacer negocios. Y digámoslo todo, probablemente lo más trascendente ha sido la eclosión de la poderosa marca del terrorismo islamista tan global, indiscriminado y a gran escala, que no dejaba lugar para franquicias locales del terror. También en esto, la globalización ha acabado con toda particularidad.

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