Se hace difícil escribir sobre los múltiples senderos que va cogiendo El Proces, más que nada porque hace mucho tiempo que se ha convertido en un juego de los disparates que no lleva a ninguna parte más que a la degradación de la política y la sociedad catalana. Reclamar ponderación, sentido común o seriedad tanto a los líderes políticos como la sociedad civil no sirve para nada toda vez que una buena parte del país parece sentirse a gusto en un caos que se experimenta y se vive como una diversión, cada vez con tonos más alocados. Como discrepar públicamente no aporta nada más que reforzar la dialéctica amigo-enemigo con la que los independentistas se sienten tan a gusto, predomina el silencio entre aquellos que, como yo, asistimos perplejos a una situación y a un despliegue de argumentarios que tildarlos de surrealistas, irresponsables, insensatos, absurdos o falaces, no llegaría a definir completamente el camino autodestructivo que se ha tomado. Buena parte del independentismo ha derrochado en la política práctica la parte de razón, las razones, que por supuesto tenía. Se ha menospreciado la diversidad de la sociedad catalana y ha obviado ningún tipo de noción de la proporción o del sentido común. Y tendrá que pasar mucho tiempo, para que las instituciones catalanas puedan volver a resultar creíbles.
La idea-fuerza que mueve la movilización independentista de antes y después del 21D es la de conseguir crear un estado de conflicto permanente y creciente entre el Estado y Cataluña, donde ya no se trata de disponer de mejores instrumentos para gobernar y llegar a acuerdos, sino proporcionar una dimensión europea a un enfrentamiento en el que se pretende dar tonos dramáticos y connotaciones coloniales. Poco importa que tengan que forzar los hechos y terminar por hacer parodia. Se disponen de suficientes aparatos de propaganda y de propagandistas bien dispuestos para convertir las falsedades o medias verdades en realidades incuestionables. Se fuerza el lenguaje hasta extremos vergonzosos, y se buscan paralelismos que ofenden a los que tienen memoria: represión, dictadura, presos políticos, exilio… Situaciones que desgraciadamente se sufren en muchos lugares del mundo y que aquí todavía hay gente que recuerda cuando esto se producía de verdad, no sólo como un simulacro. Algún día convendrá explicar por qué los sectores acomodados de la sociedad catalana abandonaron las pulsiones habituales que las hacían tender al «orden» y seguir a unos líderes políticos que les proponían poner en marcha una «revolución de las sonrisas» que trituraría las instituciones y acabaría con la cohesión de la sociedad catalana. Como también será digno de explicar como buena parte de la izquierda se ha prestado gustosa proporcionar una república imaginaria para satisfacer las ínfulas de las clases dominantes de toda la vida.
Los resultados del 21D legitimaban la formación de un gobierno de fuerzas independentistas. Ni se ha hecho ni se hará. La tentación a continuar exhibiendo performances que signifiquen magnificar el conflicto está muy por encima del interés en gobernar; de hecho estamos ante la demostración de una incapacidad que ya viene de lejos. Asistimos a todo tipo de actos que pretenden ser marrullerías, puñeterías varias y astucias de salón de juego, donde desfilando posibles candidatos la mayoría de los cuales tienen en común, además de poca experiencia y solidez política, el hecho de que no están en condiciones de serlo. Un juego de las sillas, de actos fallidos, de plenos desconvocados para terminar, supongo, volver a unas nuevas elecciones que, también lo supongo, tampoco resolverán nada más allá de dejar el país hecho unos zorros. Se argumentará que la culpa la tiene la intervención judicial sobre la política catalana, que no se deja que alcancen la Presidencia gente que ha sido votada. Verdad a medias, porque aquí la secuencia de los hechos es importante. Justamente se configuraron las listas con candidatos que estaban imputados y que algunos de los cuales habían huido ante las citaciones judiciales. Esta es la anormalidad con la que se especula. Paradójicamente, cuatro meses después de las elecciones, quien parece sentirse especialmente cómodo con la vigencia del 155, es el independentismo.