Gran parte de los titulares de prensa destacan estos días el freno infligido a la propuesta xenófoba, antieuropea y populista de Geert Wilders, en Holanda. Ciertamente es de celebrar por el bien de los holandeses en particular y los europeos en general, pues una victoria electoral en un país tan emblemático como los Países Bajos no habría hecho sino reforzar estos planteamientos tan excluyentes y disparatados a todos y cada uno de los países europeos. Los malestares sociales producto de una dinámica económica empobrecedora, precarizadora y de pérdida de perspectivas, está comportando que una parte de la ciudadanía, ya sea por convencimiento o como actitud de protesta, escuche los cantos de sirena de este nuevo totalitarismo en ascenso que culpabiliza de todos los males a la inmigración, fomentando el odio, la exclusión y su persecución. La conversión del egoísmo más insolidario en un valor, así como el atrincheramiento en una falaz noción identitaria de tipo étnico. La pobreza moral como discurso y como refugio. El ascenso de esta propuesta política tan miserable, ya hace años, se produce en un país a nuestros ojos tan avanzado, rico y modélico como Holanda, lo que resulta especialmente preocupante. Para las apuestas extremas siempre nos han parecido más dadas las culturas políticas mediterráneas, además de Alemania. Un país tan civilizado, relativamente igualitario y que había asumido aparentemente con mucha normalidad la fusión multicultural, ha destapado los últimos años como el consenso solidario que ha hecho posible el Estado del bienestar, se agrieta con la creciente desigualdad y la erosión de las clases medias. Una parte de la población ya no quiere compartir con el que empieza a ser considerado «el otro». En este punto siempre aparecen liderazgos políticos para fomentarlo y explotarlo.
Ciertamente el resultado de las elecciones holandesas es para alegrarse, y mejor de lo que se podía esperar, pero con matizaciones. La extrema derecha del PVV, no deja de ser la segunda fuerza política y, lo que es peor, es quien ha marcado los temas de la agenda y del debate político. Y continuará haciéndolo. Aunque afortunadamente no llegarán al gobierno, su tema, ya es «el tema» de la política holandesa y, por extensión, de la comunitaria. Han ganado electoralmente los grupos de la derecha más tradicional holandesa (liberales y demócrata-cristianos), pero no obviamos que para ello han tenido que desplazar su discurso y propuestas políticas en temas europeos y de inmigración hacia los postulados de la extrema derecha. Se podrá decir que Geert Wilders ha fracasado en su intento de gobernar Holanda, pero no lo ha hecho con respecto a convertir en dominantes en la política una buena parte de sus planteamientos. Se podría comparar un poco con la Gran Bretaña de los años ochenta, cuando Margaret Thatcher acabó con el extremista National Front, a base de incorporar su discurso y sus propuestas.
Parece evidente que la fuerte movilización de más de un 80% del electorado ha hecho mucho por diluir la para muchos antipática e inaceptable propuesta populista, pero el desplazamiento de la centralidad política de la derecha tradicional es bastante elocuente. También lo es, como parece que en buena parte de Europa, el derrumbe de los partidos de la izquierda socialdemócrata, que se convierte en Holanda en prácticamente irrelevante, como probablemente ocurrirá dentro de pocas semanas en Francia. Se consolida electoralmente, eso sí, una izquierda verde, nueva, que parece asumir tanto los valores más progresistas e integradores del europeísmo, como la construcción de un relato y una alternativa política que vaya a las raíces de los descontentos y malestares de las sociedades europeas. A día de hoy, la radicalidad política debería significar ir a los orígenes, a las causas profundas de los problemas que tenemos planteados, y no perderse en la discusión y manipulación de los síntomas. De eso ya se ocupa el populismo.