Vivimos en un mundo donde lo que predomina no son los argumentos, sino la propaganda. El Gobierno español, así como los medios que le hacen de amplificador, llevan un tiempo repitiendo no sólo que lo peor de la crisis económica ya ha pasado, sino que estamos en el camino de la recuperación económica, la expresión de la que sería el crecimiento del PIB durante dos años consecutivos. Aunque cuando se mira en el entorno no se percibe como real tal dosis de optimismo, con muchos desempleados, pobres, excluidos y gente que no llega a fin de mes; es tanta la reiteración del discurso optimista y voluntarioso sobre cómo vamos a mejor, que se tiene la tentación de creerlo. Vivir siempre en la negatividad acaba por resultar muy deprimente. Pero las falsedades, o las verdades a medias, por mucho que se repitan, no cambian por sí mismas el estado de las cosas.
Oxfam acaba de publicar un informe que pone las cosas en su lugar. Ciertamente unos pocos -de hecho, muy pocos- sí que progresan, pero no así la gran mayoría de la gente, mientras un tercio de la sociedad empeora de forma notoria. La desigualdad crece de manera exponencial e imparable, dando razón a las palabras del premio Nobel de la Paz, Muhammad Yunus, cuando afirmó que la desigualdad es una bomba de relojería para la sociedad. Un mundo globalizado donde sólo 8 personas tienen el mismo que 3.600 millones de personas. Un sistema económico completamente injusto y, además, totalmente disfuncional. Nada puede funcionar con este nivel de desproporción. En España, la desigualdad es aún peor y su crecimiento más exagerado que en buena parte del mundo occidental. Sólo Chipre tiene unas ratios de desigualdad peores que las nuestros dentro de la Unión Europea. Con datos de este año, el 10% de los españoles más ricos acumula casi el 60% de la riqueza. El patrimonio acumulado de 3 personas (Amancio Ortega, Sandra Ortega y Juan Roig) equivale a la de 14 millones de españoles. Este tercio de españoles más pobres, ha perdido en un año el 33% de su riqueza. El gap entre unos y otros no hace sino aumentar de manera descontrolada.
Evidentemente todo esto no es fruto de la casualidad, sino de políticas públicas que no hacen nada para impedirlo, cuando no abiertamente actúan en favor de la minoría privilegiada. Tenemos un modelo económico y una legislación laboral que no crean empleo de calidad con salarios dignos, lo que provoca que se recuperen los beneficios empresariales, pero no unos salarios que van perdiendo capacidad adquisitiva. De manera paralela, la política tributaria no frena este desequilibrio, mientras deviene incapaz de disponer de unos niveles de recaudación que puedan sostener unos servicios públicos adecuados. Las políticas sociales, en España y en Cataluña, no sólo no han acabado con la pobreza estructural, ni siquiera han evitado su aumento. Ni la carga tributaria es adecuadamente progresiva, ni tampoco lo son unas políticas públicas que terminan por beneficiar especialmente las rentas medias y altas, y no a las que más lo necesitan. Es muy elocuente que a medida que los salarios tienen menos peso en el PIB, sean más determinantes en los ingresos del Estado. Las familias aportan el 84% de la recaudación en España, mientras que las empresas sólo lo hacen en un 13%, cuando hace siete años aportaban más del 30%. Cuando todo esto ocurre, cuando estas dinámicas no hacen sino profundizarse, no nos debería extrañar que la política haya perdido toda credibilidad y que la misma noción de democracia esté en crisis. De todo esto que es fundamental para la sociedad, deben hablar organizaciones como Oxfam, y en cambio no tiene cabida en la agenda ni en el debate político.