Los partidos políticos en algunos momentos parecen sentir una extraña atracción por el abismo, destilan un instinto autodestructivo que sorprende en maquinarias que tienen un acentuando sentido de poder y suelen ser exageradamente pragmáticas. De pronto sin embargo, las múltiples contradicciones generadas y los enfrentamientos tribales internos enterrados los llevan a desencadenar rápidos procesos de ignición. El rápido proceso de ruptura y desgarramiento interno del PSOE es un ejemplo de libro, aunque no es el único ni será el último que vemos. La vida política se parece mucho a la vida real, pero siempre con unos cuantos grados más en las intensidades. Las miserias humanas se manifiestan de manera especialmente contrastada y los partidos suelen tener más capacidad de fermentar odios familiares que no intensos proyectos de cambio. Hay quien creerá que los «conflictos internos» se ponen en marcha y pasan a conocimiento de la opinión pública cuando se encadenan malos resultados electorales. Ciertamente, como el título del disco de El Último de la Fila, «cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana». Pero es más que eso. Los partidos políticos suelen implosionar cuando ya hace tiempo que han perdido una buena parte de su sentido de la existencia, cuando ya no responden a las demandas y la realidad para el que fueron creados, cuando se han convertido en puras maquinarias pilotadas por intereses que ya no se pueden satisfacer o cuando se les quiere usar para objetivos contra natura. Quien más quien menos, todos los partidos socialdemócratas europeos se van encontrando en una situación similar. Su crisis es bastante general.
Y es que la crisis del PSOE no es puramente circunstancial. No tiene que ver con que Pedro Sánchez fuera un político poco solvente o que Felipe González más que un jarrón chino haya resultado un dirigente chino intrigante al estilo de Deng Xiaoping. Hace mucho tiempo que este partido sufre un problema de falta de proyecto y de relato social, económico y político diferenciado. Como sus homónimos europeos, dejó de ser voluntariamente alternativa progresista y popular, para conformarse al ser pura alternancia dentro del status quo. De partido e instrumento de las clases subalternas, lo transformaron sus dirigentes en una maquinaria de ocupación del poder, para cuando los tiempos requerían que cambiara algo aparente, para que todo pudiera seguir siendo básicamente igual, para que no se pusieran en peligro ni las prerrogativas ni las reglas del juego favorables a las élites de siempre. Lógicamente buena parte de su electorado se sintió abandonado, perdido, y emergieron nuevas fuerzas con propuestas de cambio. En este estado de confusión, Pedro Sánchez seguro que no era la solución, pero tampoco ha sido el problema que explique el fracaso del partido. Como dice el proverbio oriental, «todos los caminos son equivocados si no se sabe dónde se va». No deja de resultar curioso, que son justamente son los más firmes partidarios del establishment político español los que se han sublevado contra un dirigente que, en lugar de facilitar el gobierno del Partido Popular, ha intentado configurar un gobierno alternativo de cambio. Los «críticos» bien instalados en el sistema de «puertas giratorias» se han levantado en armas, mientras a Pedro Sánchez no le quedaba más salida que autoinmolarse. Mientras tanto, la izquierda española ha perdido, ahora sí definitivamente, un instrumento. En la penumbra, Mariano Rajoy, el PP y los del Ibex-35, sonríen.