La política hace tiempo se ha convertido casi de manera exclusiva en comunicación, mientras que gobernar es lo que se hace en los ratos libres que permite la agenda comunicativa. Entre los lidera políticos se ha impuesto la idea -más bien entre sus responsables de marketing- que comunicar va por delante y está muy por encima de gestionar. Así, su agenda se programa en función de apariciones televisivas y sólo se utilizan frases que funcionen como eslóganes y así puedan convertirse en titulares de prensa y, sobre todo, tuits. Asimismo, entre políticos y periodistas se crea un microclima que hace pensar a ambos que no hay realidad fuera de los medios. A veces, sin embargo, hay sorpresas como las que se acaban de vivir con el Brexit británico o bien el resultado de las elecciones españolas, se evidencia que no es exactamente lo mismo la opinión publicada que la opinión pública. En un mundo sin trabajo, o con trabajo precario, la política se ha convertido en el terreno compensador de la magia y del espectáculo. Se sigue prometiendo que se crearán puestos de trabajo para todos, cuando todo el mundo sabe que esto ni será así y ni siquiera es posible. Convertida la política básicamente en televidencia, no debería sorprendernos que el elector utilice el voto no como la manifestación de una ideología, sino que lo haga en función de un estado de ánimo. Se trata de votar como quien hace zapping.
Adriana Amado es profesora universitaria y experta en comunicación pública en Argentina. En Política pop. De líderes populistas a telepredicadores (Ariel, 2016), conceptualiza un comportamiento político en las últimas décadas consistente en convertir el liderazgo en espectáculo y cualquier proyecto político en básicamente un proyecto comunicativo. Una forma de hacer campañas políticas y de gobernar que se acuñó en la Italia de Silvio Berlusconi, pero que ha tenido en el continente latinoamericano sus productos más acabados, ya sea en la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner, en la Venezuela de Hugo Chávez, el Ecuador de Correa, en la Colombia de Uribe o la Bolivia de Evo Morales. Dirigentes contemporáneos que son hijos de la cultura pop, de un estilo heredado del audiovisual, el entretenimiento y el culto a la celebridad. Ya no se plantean propuestas políticas específicas, ni se debate sobre proyectos diferenciados. Se trata de tomar prestado el melodrama como la clave escenificadora de la lucha política, apelar a la metáfora del superhéroe y la popularizada cultura de consumo. El presidente, si quiere serlo, debe convertirse en una celebrity de presencia masiva y continuada y que aporte elementos nuevos y originales al espectáculo. Un mundo basado en «la construcción de los acontecimientos», donde no hay noticia más allá de su propia construcción. Un continuum de campaña permanente, donde la redundancia y la sobreinformación ponen en un mismo plano lo que es relevante con el que es intrascendente. Política «líquida» para tiempos líquidos.