El soberanismo en el laberinto

La política catalana ha seguido en los últimos años un itinerario que, como mínimo, se podría tachar de curioso. Bajo el apelativo del soberanismo una parte significativa del mapa político ha canalizado la variada gama de frustraciones de la ciudadanía catalana hacia una confrontación con el Estado, dotando a los catalanes que lo compraron de un relato en el que todos los problemas y dificultades venían derivados de la falta de una soberanía plena, de la tacañería del Estado centralista y de un contencioso de legitimidades que lo explicaba todo. Poco tenían que ver con los malestares la crisis económica, las políticas neoliberales, el debilitamiento de los servicios públicos, la corrupción o la falta de iniciativa política. Llevamos cinco años con un in crescendo continuo de promesas que, si nos hubiéramos parado a pensarlo habríamos visto que no se cumplirían. A cada paso frustrado y fracasado para obtener más autogobierno y mayores cotas de soberanía, en lugar de buscar nuevos y más sólidos caminos y alianzas más amplias, lo que ha hecho es ir doblando la apuesta, hasta llegar al punto de o bien lanzarse al abismo, o bien reconocer que todo esto no era más que la impostura de malos jugadores de cartas. Cuanto más altas son las promesas, más difícil es cumplirlas y aún más poder rectificar con cierta dignidad. La escalada verbal y de gestualidad pomposa para ver quién era más independentista ha llevado a que incluso aquellos que habían de representar la «moderación» de las clases medias y los sectores enriquecidos se han dejado llevar por las declaraciones épicas y, que caray, nada de referéndums ni mayorías cualificadas, sino declaraciones unilaterales y basta. Para hacerlo todo más evidente nombramos un ministro de asuntos exteriores para negociar con España.

Pasado el tiempo y no sabiendo muy bien por dónde tirar, una parte del independentismo parece bastante interesado en deshacer una parte del camino y reencontrar un cierto realismo, una realpolitik que permita mejorar lo que se tiene y abandonar unas apuestas de máximos que intuyen que no los llevarán a ningún puerto. Se detecta que una parte de la sociedad catalana está cansada de tanta movilización estéril y que se conformaría con cielos menores y más cercanos, pero más factibles. El problema, es que cuando has profundizado en un laberinto de manera redundante y continuada y has rechazado cualquier traza de hilo de Ariadna para encontrar el camino de vuelta, todo se hace muy dificultoso. Como lo es que la sociedad civil que se había organizado y orquestado para recorrer el camino de la victoria, ahora reclama la construcción de un arco del triunfo para el que no se disponen de materiales; o bien que las múltiples facciones de independentismo se imposibilitan los unos a otros la posibilidad de rectificar el disparo, bajo la amenaza de traición alevosa. De hecho, todavía hay quien quiere doblar de nuevo la apuesta, aprobando declaraciones de desconexión, mientras que los demás lo que querrían es recuperar el dinero que se habían jugado, eso sí, sin que se note mucho que es una retirada. Que el Proceso está estancado -que está en un callejón sin salida como dirían los del manifiesto Koiné sobre la lengua-, es bastante evidente y actualmente sin un duro en la caja ni perspectiva alguna, no parece que haya 11 de septiembre que pueda renovarle el dinamismo y la moral de victoria. El problema de JuntsxSí y la CUP no es ni táctico ni estratégico, como tampoco lo es el de obtener más apoyos y adeptos. Es de objetivos. Consiste en recuperar para la política el sentido de la realidad.

 

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