La ciudad de las luces

 

Los últimos atentados en Francia son los que te dejan consternado y no sólo por una violencia descarnada y por su amplitud de objetivos, sino porque rápidamente se tiene la sensación que lo que acaba de suceder tendrá un impacto importante sobre nuestras vidas, pero también en la política y las relaciones internacionales. Los efectos de París pueden ser comparables con los que tuvo el 11-S de Nueva York. Los enemigos de la sociedad abierta occidental ya no habitan principal ni primordialmente fuera, sino que forman parte de la nuestra, aunque sea malviviendo en barriadas marginales. El concepto tan preciado de «seguridad» ha quedado definitivamente dinamitado por un terrorismo que no se autoimpone ningún límite moral o humanitario. El culto a una violencia practicada de manera brutal y generalizada, casi medieval, que se sostiene y se justifica en nombre de una religión redentora. Alguien dirá que estas prácticas tienen poco que ver con interpretaciones sensatas de la religión y ciertamente es así, pero también todos deberíamos plantearnos el porqué la mayor cantidad de sufrimiento y de muerte a lo largo de la historia se ha hecho en nombre de algún Dios. No sé si al tocar temas tan trágicos hay lugar para el humor pero, como diría Woody Allen, «si Dios existe, espero que tenga una buena excusa».

Cuanto más complejas, sofisticadas y tecnológicas son nuestras sociedades, se da la paradoja de que son mucho más vulnerables, mucho más inseguras. El sociólogo alemán Ulrich Beck lo definió como «la sociedad del riesgo global», un mundo en el que cualquier hecho inesperado puede le hacer entrar en crisis, lo que nos puede inducir a mudarnos hacia un autoritarismo con fachada democrática, hacia un totalitarismo blando que la ciudadanía puede dar por bueno en nombre del miedo. El terrorismo yihadista actual conoce y actúa justamente sabiendo nuestras debilidades y aprovechando las enormes facilidades de actuación que da la pretensión de inmolarse. En un mundo intercomunicado y dado a convertirlo todo, incluso las tragedias, en un gran espectáculo y en un producto de consumo para una opinión pública propensa a las grandes emotividades, el fundamentalismo islámico transmutado en una especie de nihilismo posmoderno, es conocedor del enorme poder multiplicador que tienen los medios de cada una de sus acciones y como el fin de atemorizar nuestras sociedades se consigue con extrema facilidad. Conocen las cargas simbólicas que tienen determinadas formas y determinados objetivos. Atacar Francia como referente de nuestro modelo social y político y París como ciudad cosmopolita tiene mucha carga, justamente cuando el flujo de refugiados sirios está poniendo a prueba la capacidad europea para practicar la solidaridad.

Sin duda estamos ante hechos que no admiten relativizaciones. El mal existe, y no se justifica ningún terrorismo en nombre de actitudes torpes y también indecentes que puedan haber tenido los estados occidentales respecto a las víctimas de la geopolítica. El yihadismo no significa emancipación ni justicia para los pueblos a los que afirman representar, sino una forma extrema de subyugación y de totalitarismo. Si no queremos caer en el «buenismo» probablemente tenemos que aceptar que algunas dosis de uso de la fuerza requiere este combate, pero ciertamente está faltado de muchas más cosas y sobre todo de inteligencia. La respuesta inmediata del gobierno francés, apelando a la testosterona y definiendo la situación como «estado de guerra», se puede entender en caliente o bien para dar satisfacción a una opinión pública indignada, pero difícilmente una escalada verbal y bélica hará mucho por encontrar salida a una situación que si algo la define es la de no ser ni simple ni fácil. El trabajo y la acción policiales deben ser claves, pero si caminamos hacia un estado policial y autoritario, si nos pasamos por el forro los escrúpulos morales que nos dan algún sentido civilizatorio, el terrorismo habría ganado la partida.

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