A pesar de sus estridencias, la política ha dejado de ocupar un lugar central, de tener un papel decisivo en relación a las cuestiones más importantes que nos afectan. Todo lo que tiene una cierta trascendencia pasa al margen y fuera del alcance del poder político. Este ya sólo se ocupa de «dioses menores». Las crisis económicas, los problemas financieros, la falta de trabajo, la desigualdad creciente, la pobreza ignominiosa, el calentamiento global, la sostenibilidad medioambiental, el crecimiento demográfico… Son cuestiones mayores, grandes temas sobre las que los políticos expresan algunas ideas al respecto, pero a continuación manifiestan la imposibilidad de intervenir. Se pone de manifiesto una cierta preocupación compartida por los ciudadanos, pero se exhibe la frustración de la incapacidad de acción. Todo se remite a tendencias generales incontroladas e incontrolables, a efectos colaterales no deseados del libre mercado que ya se acabarán para corregir de manera espontánea, a imponderables de la sociedad abierta. La economía tiene su lógica y la política no está concebida según la doctrina dominante como el ámbito que deba redirigir al servicio de las personas; es una variable independiente. El poder político, sus instituciones, no son más que una sombra de lo que habían sido cuando se fueron configurando los Estados-nación a partir del siglo XVIII. El tiempo mundial del mercado ha entrado en conflicto con el tiempo político de las democracias, escribe el politólogo Daniel Innerarity.
Una vez rotos los equilibrios entre capital y trabajo, una vez superados de manera unilateral los consensos que hicieron posible el modelo del Estado de bienestar, las clases dominantes han destrozado los fundamentos de la sociedad burguesa de manera mucho más rápida y contundente que cualquier revolución protagonizada por los trabajadores organizados. Más allá del predominio del espíritu más radical del lucro, la sociedad y su futuro han perdido cualquier indicio o simulacro de timón, de dirección, que no sea la dinámica de un mercado que puede serlo todo, menos libre. Un capitalismo extremo, sin espacio para la compasión o la clemencia, ha condenado a la política a ser un ámbito de frustración y de repulsión, en el que el triunfo del discurso antipolítico se va volviendo cada vez más acentuado, tanto desde la derecha populista como desde la izquierda indignada. La crisis económica ha evidenciado que el Estado actual era como el rey sin camisa de la fábula, un instrumento débil e incapaz para responder a las necesidades ingentes que se han puesto de manifiesto. Su debilidad es conceptual, pero sobre todo de disponibilidad de recursos, después de haber debilitado los ingresos fiscales durante décadas, en el que el capital y especialmente las grandes corporaciones se han rebelado contra la tributación, la cual se ha restringido a trabajadores y clases medias. De este modo, entre la frustración que lleva a la indiferencia política de gran parte de la ciudadanía y el predominio del discurso pospolítico en el que no hay lugar para las ideologías, esto es para la expresión de diferentes proyectos de sociedad; hemos entrado en el ámbito de la postdemocracia, donde este sistema ha perdido una parte de las condiciones que le daban sentido y la justificaban. El concepto de soberanía política se ha diluido, ya que sería discutible si eso es lo que ahora se ejerce en las elecciones. Hay poderes más allá del sistema político que si tienen vías para actuar de manera soberana, decisiva. Nunca la política como actividad había gozado de tan baja consideración y nunca había estado carente tanto de mecanismos efectivos de intervención. Todo es como muy demodé, más allá de la realidad, como un teatrillo de provincias donde los actores siguen actuando porque no pueden hacer otra cosa.