Quizás el titular más acertado que he leído sobre las elecciones del 27S es el de «Cataluña se gana el derecho a un Referéndum». Si alguien creía que estas elecciones darían lugar a un desenlace del conflicto político que ha planteado, a un triunfo definitivo del Proceso, estaba equivocado. Que se evidenciaría una profunda división de la sociedad catalana estaba cantado y que una lectura maniqueista de SI y de NO no agotaría los múltiples matices que de la situación se desprenden. Las cosas siguen básicamente donde estaban hace una semana, eso sí bastante más tensionadas y todo el mundo arguyendo datos para decantar claramente a su favor un resultado complejo que nos remite a una situación aún más compleja y de salida harto difícil. Ciertamente que nadie puede discutir la clara victoria de la «lista unitaria» de JuntsPelSi, pero teniendo en cuenta que reunía el partido del gobierno, el partido que lideraba la oposición, entidades de la sociedad civil y apoyos procedentes de otras culturas de izquierdas, que consiguiera 8 diputados menos de los que tenían CiU y ERC por separado, no es el resultado inmenso y abrumador con el que habían soñado. Ciertamente que la mayoría absoluta de diputados independentistas es clara, pero el matiz de no haber conseguido mayoría de votos tiene una cierta importancia, en la medida que se quiera leer en términos plebiscitarios. Hay un elocuente pronunciamiento de la sociedad catalana, pero no se puede afirmar que haya «un mandato» mayoritario que permita suplir un necesario y ya imprescindible pronunciamiento en referéndum. Aunque Mariano Rajoy y el enfoque de campaña del Partido Popular han trabajado incansablemente para que el resultado independentista fuera mayor e incuestionable, no lo han conseguido, al menos del todo.
Las escenografías y pronunciamientos de las noches electorales suelen poner en evidencia no tanto lo que ha pasado, sino las debilidades que a todos los contendientes se les han manifestado con los resultados. Lógicamente los independentistas se aferraron a unos votos que a su entender los legitimaban, mientras que los manifiestamente contrarios a la secesión, consideraban que el plebiscito que nunca habían aceptado que lo fuera, había dicho que NO a la independencia con el simbólico margen del 3 %. Los partidarios del «ni sí ni no sino todo lo contrario» eran cuantitativamente pocos y con escasas posibilidades de hacerse escuchar. No se trataba de interpretar la policromía de los resultados, expresar preocupación por la situación de conflicto empantanado y de dificultosa reconducción, sino de hacer el titular de portada del día siguiente. Como en los debates preelectorales, no es tan importante lo que pasa, sino el quien afirman que ha ganado los medios de comunicación. Y es que hace tiempo que algunos reclaman -reclamamos- que en este contencioso intervenga la política, es decir el diálogo y la negociación para encontrar salida a intereses y puntos de vista que están en conflicto, cuando no abiertamente contrapuestos. De eso trata justamente la Política. En Cataluña, sin embargo, hace tiempo que lo que antes era político ha ido derivando en religión. Lo que eran posiciones en relación a opiniones, se han convertido en sistemas de creencias que les hacen apostar por una fe incuestionable que no puede ser traicionada. La salida a la situación actual, aunque muchos lo creen, no pasa por una presión insoportable a la CUP para que salve y haga Presidente Artur Mas. Esto no hará sino alargar una situación agónica. Sería la hora de abandonar el espíritu confesional, el de los unos y el de los otros, y volver al terreno de la laicidad, donde es más fácil entenderse. Sobran teólogos, y hacen falta políticos.