Que lo urgente no nos haga perder de vista lo que es importante

 

Vivimos unos tiempos en que el pesimismo está cargado de razones. Crisis, paro, precariedad, exclusión social, pobreza, calentamiento global, falta de expectativas, inseguridades e incertidumbres diversas… La idea de progreso sobre la que se sustenta la civilización occidental desde la Ilustración se ha demostrado equívoca. Como de manera elocuente ha escrito el politólogo británico John Gray, la idea de que los seres humanos pueden llegar a ser más racionales, requiere de un acto de fe mayor que la que exige cualquier religión. Dentro de las clases subalternas, probablemente seamos la última generación que ha conseguido unas seguridades y unos niveles de bienestar aceptables, mejores sin duda que la generación de nuestros padres, al igual que nuestros padres mejoraron y mucho la de nuestros abuelos. La generación de nuestros hijos, con mucha formación y habiendo vivido en un entorno cultural y tecnológico relativamente cómodo, tiene muy difícil de evitar que su situación social, económica, material y de independencia para construir su propio proyecto de vida mejore. Otra cosa es si se pertenece al núcleo acomodado de esta sociedad de ganadores y perdedores hacia la que hemos evolucionado, en la que ya no es posible la clase media. El mundo del establishment, el 1%, es cada vez más otro mundo. Ya no hay parámetros ni posibilidades remotamente similares o comunes. O tienes la suerte de caer en el muy minoritario segmento de los ricos, o bien acabas por formar parte de un nivel u otro del precariado.

Nuestra civilización, nuestro mundo, no es que con la crisis haya sufrido una mala tarde. Sin pretender ser adivinos ni tremendistas, se puede afirmar que estamos ante el final de una época, que no habrá una reactivación económica profunda que nos vuelva a un ciclo de recuperación y de expansión, por más que los gobernantes de turno lo repitan. En los ámbitos económicos, políticos, sociales y medioambientales, estamos en lo que cinematográficamente se podría adjetivar como «el final de la escapada». Se imponen cambios profundos no sólo porque la mayor parte de la ciudadanía lo reclama, sino por pura supervivencia una vez hemos llegado a una situación de colapso que, no nos engañemos, no se puede remontar con las recetas habituales. Quien más quien menos vive con estupor y perplejidad los coletazos de esta fase anarquista del capitalismo en que especuladores financieros y beneficiarios de la ideología del desastre son los que continúan tomando las decisiones para, al menos teóricamente, remontar una crisis que requiere de otros conceptos, otros valores y de una nueva moralidad. No se resuelven los problemas con los mismos conceptos y sistemas de pensamiento que nos llevaron a ellos.

El cambio de paradigma es imprescindible, aunque no sepamos muy bien en que debe consistir el paradigma nuevo. El futuro dejó de ser lo que era hace unos años, y tenemos que plantearnos si queremos seguir aceptando que el poder económico haya reducido la política, es decir nuestra capacidad de decisión colectiva, a algo puramente supletoria. Un proceso de empequeñecimiento de la noción de lo que es común y de la política que podría abocarnos a un totalitarismo blando, basado en el miedo, el aislamiento y la corrupción. Invertir el proceso implica reconstruir un sistema de gobernanza que ponga límites al poder económico y devuelva el protagonismo a los individuos ya la sociedad, recuperando las formas y los valores democráticos en su sentido más profundo. Habría que evitar perderse por senderos falsarios. Este es el tema sustancial, al menos mucho más de otros que parecen tener prioridad en la agenda pública.

 

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