Indignación a la inglesa

 

Aunque Gran Bretaña está lejos del esplendor económico de siglos anteriores, que su liderazgo industrial es historia y que al mayor imperio colonial que haya existido sólo le queden pequeños vestigios, sigue siendo en muchos aspectos un país de referencia y que, para bien y para mal, marca la pauta y el camino en algunos ámbitos, especialmente en cuanto a la política. Margaret Thatcher fijó el camino de las «revoluciones conservadoras» de los años ochenta con su subida al poder en 1979. Nadie como ella encarnó el liberalismo económico más extremo, la apoteosis del individualismo, la retirada del Estado de la economía, el abandono de las políticas sociales, el arrodillamiento de los sindicatos, la desindustrialización y la barra libre de las finanzas desreguladas de la City y el complemento necesario de los paraísos fiscales. Dicen que su mayor triunfo fue generar a Tony Blair, el cual se encargó con sus «Terceras Vías» de doblar al Partido Laborista a los designios del gran capital ya la filosofía de los mercados eficientes, acelerando una deriva de la socialdemocracia hacia los marcos mentales de la derecha política, atraída en toda Europa para hacer de alternancia en lugar de ser alternativa. Su desdibujamiento, le ha llevado a una crisis de identidad notoria ya que su antiguo electorado ya no se reconoce en ella, facilitando un predominio extremadamente conservador que ha situado al límite la desigualdad y la fractura social.

Los últimos años, Gran Bretaña está experimentando un nuevo ejercicio de política conservadora extrema de la mano de David Cameron, que va por delante de lo que nos espera en otros lugares. Con formas que alguien puede confundir con modernas, Cameron está llevando el neoliberalismo británico mucho más allá de lo que fue capaz de plantear Margaret Thatcher, en relación a la liquidación del Estado social, la precarización laboral extrema -sólo Cameron se ha atrevido a establecer contratos de 0 horas-, la protección de los intereses puramente financieros de la City y la culpabilización de la inmigración de todos los males sociales. Lo que en Thatcher era una ideología rocosa y burda muy conservadora, es en Cameron más amable y sin argüir grandes principios, adquiriendo todo ello un aire «new age» que seduce a algunos progresistas despistados y a los que les puede la estética. Hay también una cuestión de clase; mientras la «dama de hierro» era la hija de un tendero, Cameron tiene el porte elegante y aristocratizante de quién pertenece y siempre ha alternado con las clases altas.

 

El último proceso de cambio, o no, que se está produciendo en Gran Bretaña es dentro del Partido Laborista, cuyo resultado a principios de septiembre, tendrá mucha importancia para los británicos, pero también influirá mucho en toda Europa en relación al futuro de los decaídos y desnortados partidos socialdemócratas. Vive el partido un debate para el nuevo liderazgo donde sobresale el diputado Jeremy Corbyn, el cual representa una recuperación de los valores izquierdistas del laborismo histórico y los planteamientos de la indignación de la sociedad británica contra la desigualdad, la oposición a la privatización de los servicios sociales, el crecimiento de la pobreza, la falta de trabajo y de expectativas y la construcción de una sociedad de ganadores y de perdedores. Todo el establishment británico -también el laborista con Blair a la cabeza-, se ha lanzado a la yugular de este hombre sensato y singular para hacerlo fracasar y evitar que alguien ponga en cuestión el orden actual. El lema es «todos contra Corbyn», para evitar que las aguas aparentemente calmadas de Gran Bretaña y de Europa se remuevan.

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