Con el paro de larga duración, la falta de expectativas laborales y el impacto de amplio alcance de la crisis económica, se ha producido en los últimos años en el mundo occidental una fuerte recuperación de la economía informal, con el carácter de último recurso. De hecho, en algunos países este es un sector que nunca dejó de tener una cierta importancia, especialmente en los países mediterráneos, donde la economía sumergida no bajó en ningún caso del 20% de la actividad económica. Con la crisis, la falta de trabajo incentivó más esta tendencia, tanto por los beneficios que representa estar fuera del control tributario, como por el hecho de dar una posibilidad de subsistencia a aquellos sectores que fueron quedando excluidos de la formalidad y sin muchas perspectivas de volver a reingresar. Con el argumento de la crisis, a lo que hemos asistido es la legalización de la precariedad, en forma de legislaciones laborales -reformas, han dicho- que han permitido convertirse en habituales y jurídicamente impecables formas de contratación que no proporcionan ninguna seguridad ni continuidad, y menos un salario digno. Se ha dado por bueno en nombre de crear empleo, pero sobre todo permite a los gobiernos europeos y el español en particular -también al catalán, pero suponer que este gobierna es mucho suponer- de blandir unas estadísticas impecables en términos de creación de empleo que puedan hacer creer a algún elector despistado que no sólo se ha invertido la tendencia regresiva, sino que la recuperación económica es un hecho. Que la mayor parte de las nuevas contrataciones sean tan temporales que sólo alargan días o pocas semanas parece ser secundario, como se ve que lo es que se acaben pagando salarios de 3 euros la hora. Que las estadísticas es recuperan gracias a la creatividad de su elaboración es un hecho, que mejore el bienestar y las seguridades de la gente sería otra cosa.
Trabajo sumergido y empleo precario «legal» conforman una parte creciente de un mercado laboral cada vez más dual, donde los contingentes de trabajadores que disfrutan de contratos indefinidos, con garantías y horizontes de futuro y salarios dignos de este nombre han ido disminuyendo, creándose un ejército laboral de reserva que, atemorizado y desesperanzado, está dispuesto a aceptar cualquier condición para tener un trabajo y algún tipo de ingreso, ya sea en la economía informal, ya sea en la precariedad contractual, con entradas y salidas a la contratación y los subsidios. La inseguridad ya no es una situación temporal a superar, sino una condición en la que buena parte de la población está condenada a establecerse. Se consolida la distinción entre insiders y outsiders, con la progresión de los segundos y el declive progresivo de los primeros a medida que éstos pueden ir siendo amortizados, con la escisión de la sociedad que esto conlleva. Quien queda excluido o precarizado a nivel laboral termina sintiéndose al margen de la estructura social y política constituida.
El malestar por el desclasamiento que han sufrido y sufren los trabajadores y también las clases medias que la crisis y la economía actual promueven y fomentan, provoca mucha frustración y un cierto grado de indignación, lo exterioriza en algunas movilizaciones, pero sobre todo con posicionamientos políticos que rompen los hábitos y comportamientos anteriores. Buena parte de la insatisfacción y los temores se producen y se canalizan fuera y al margen de los partidos políticos tradicionales y de unos sindicatos que han quedado especialmente obsoletos y que ya sólo parece que representen los trabajadores insiders y los del sector público. El riesgo que se corre es que el populismo -ya sea de derechas o izquierdas-, con un discurso fácil y demagógico termine para canalizar tanta irritación y tan justificada. Habría que tener claro, que no se erige un proyecto político posible y de futuro sólo sobre el malestar y la indignación, puesto que estos sentimientos se corresponden con un estado de ánimo y no con un proyecto definido de nueva sociedad. Sólo el malestar y la precariedad difícilmente podrán sostener un proceso cultural y político de emancipación. El reto de la nueva política es el convertir la frustración de mucha gente en energía positiva para un proceso de cambio profundo.