Quizás afirmar de lo que ha sucedido este domingo en Cataluña y España ha sido una «revolución democrática» es un exceso de lenguaje, que se permiten en especial aquellos que se han visto desplazados o los que no han cumplido sus expectativas. Sin embargo,ciertamente que se han producido cambios notorios y trascendentes. No es sólo la carga simbólica que tiene que tiene el hecho que Ada Colau o Manuela Carmena sean las alcaldesas de las dos grandes ciudades del Estado, que ahí es nada, sino la tendencia de fondo que se ha expresado; un cierto movimiento de placas tectónicas en la política institucional. Lo que dará de sí todo ello es muy incierto y habrá que ver hasta qué punto en futuras elecciones las tendencias de ahora se consolidan y profundizan, o bien tienen un movimiento de reflujo. La vieja política, pero, sí que tendrá que esforzarse mucho, habrá de cambiar muchas formas y actitudes si quiere invertir una dinámica colectiva que, al menos a corto plazo irá a más por el efecto euforizante que sin duda tiene y transmite. La idea aunque abstracta de «es posible», se hizo hueco y aunque sea una ilusión que puede convertirse en puro espejismo, la ciudadanía tiene la sensación de haberse reempoderado.
Aunque no haya, al menos en Cataluña, ganadores y perdedores absolutos en estas elecciones municipales, hay evidencias notorias para quien las quiera captar y dejar de ampararse en la trinchera de unas estadísticas interesadas. Se ha votado en clave social y no “nacional” y los partidos que lo planteaban como unas primarias del Proceso deberían tomar buena nota. CiU y ERC han obtenido unos malos resultados, aunque lo intenten describir como éxito utilizando los datos agregados aprovechando el diferencial favorable de que se presentaban, prácticamente, en todas las poblaciones de Cataluña. En este ámbito, sólo la CUP ha tenido un resultado notorio, más que nada porque nadie duda de su asociación entre la dimensión social y el independentismo. La confluencia mayoritaria de los catalanes es el «derecho a decidir», o sea modificar las condiciones actuales del pacto constitucional i buscar un mejor encaje, que no la declaración unilateral de independencia. El compromiso adquirido de realizar elecciones plebiscitarias en septiembre ha quedado obsoleto y la fecha muy mal ubicada. ERC, sin embargo, no parece estar por la labor de facilitarle a Mas un reposicionamiento de supervivencia. Ambos partidos, prisioneros de su discurso anterior y de sus palabras grandilocuentes. Mucho han de cambiar las cosas para que los catalanes no vuelvan a votar según el eje derecha-izquierda y, en estos términos, ERC claramente no es alternativa al status quo, sino que es percibida como parte del establishment.
Se han impuesto los grupos que representan un estado de ánimo, el malestar y las ganas de cambio de prioridades económicas y sociales y una mudanza en las formas de actuación. Los proyectos políticos definidos, las prioridades de acción en cada municipio, han tenido muy poco papel en esta campaña y en estas elecciones. Un voto ideológico, pero especialmente emocional, que no quiere ser decepcionado una vez más aunque tiene un enorme riesgo de serlo. Barcelona en Común, que marcará la agenda política de los próximos meses y que acaparará la mirada de los medios, tiene el gran reto de pasar de ser depositario del estado de ánimo a concretar un proyecto político, de convertir la ilusión y expectativa colectiva en capacidad de transformación, hacer compatible una gestualidad que los define y de los que se espera que la mantengan, con la práctica de la realpolitik en una ciudad tan compleja y con intereses tan diversos como confluyen en Barcelona. Tienen los retos derivados, además, de no satisfacer las expectativas de algarabía que sus oponentes han prefigurado y, evitando las tentaciones del «mal de altura», construir una propuesta estimulante y creíble para el conjunto de Cataluña de cara a septiembre, o cuando sea.