La mayor parte de la ciudadanía europea ha quedado sumida en estado de shock emocional a raíz que se estrellara el avión de Germanwings en los Alpes. Más allá de los efectos lógicos que genera una tragedia aérea especialmente cuando es humana y geográficamente cercana, han golpeado el cómo y un porqué que no tienen una respuesta racional posible. Acostumbrados a que se produzcan complejas explicaciones sobre errores técnicos de los aparatos, nos ha golpeado que el elemento fundamental del caso fuera únicamente el factor humano y que, además, no se pudiera imputar a un error, sino a una voluntariedad oscura y premeditada. Nos duele el caso que se ha producido, pero sobre todo nos desconcierta y nos inquieta que lo que provocara una tragedia pueda ser tan simple cuando existe la voluntad y la convicción para hacerlo. Como en el caso del ataque a las Torres Gemelas, nos sorprende descubrir que la estrategia para provocar tanto daño sea sencilla y fácilmente reproducible. Si la desaparición hace un año del avión de Malaysia Airlines, sin que ningún esfuerzo técnico y humano permitiera saber por qué el aparato se volatilizó, ya causó desconcierto la posibilidad que esto fuera posible; al menos se podía circunscribir a una fantasía digna del cine y al hecho de que se pudiera considerar fortuito. Pero no nos conformamos cuando las cosas no tienen explicación.
La paradoja que ya explicó muy bien Ulrich Beck es que el predominio tecnológico e informativo de nuestro mundo no lo han hecho más seguro, ya que aunque algunas contingencias puedan ser extremadamente remotas que se produzcan, los efectos demoledores sobre el conjunto y la sensación de inseguridad que generan devienen incontrolables. Habla el sociólogo alemán, traspasado hace pocos meses, de la «sociedad del riesgo global», donde hechos improbables cuando se producen sacuden los pilares y los cimientos de nuestra sociedad y nos hacen sentir tan desprotegidos y vulnerables; como probablemente somos. Tanto la tragedia de los Alpes como la de Nueva York demuestran que la mayor brutalidad consiste en hacer lo más elemental y que no habíamos imaginado por obvio, contando con el efecto multiplicador de la sobreexposición mediática con la que parecemos condenados a convivir. La incertidumbre, lo fortuito, accidental e imprevisible acompaña toda la historia de la humanidad. La diferencia es que en los últimos cincuenta años nos negamos a aceptar que el riesgo 0 no existe ni en el ámbito de la naturaleza ni de la tecnología, y menos cuando interviene el factor humano. La combinación de locura y capacidad de maldad no se pueden prevenir, ni evitar.
Vivimos en un mundo que requiere, adecuado o no, de un reparto de culpas cuando sucede algo que se sale de la normalidad. Como en este caso tenemos al causante voluntario, ahora se trata de encontrar el responsable de que alguien con tal desorden mental pudiera tener la vida de tantas personas en sus manos. Parece lógico, pero, que nadie ponga sus personales desequilibrios en el escaparate y aún menos los manifieste a su empresa. El conocimiento y control absoluto del estado anímico de las personas, de sus inclinaciones y sus neurosis, no es posible y, si lo fuera, dudosamente deseable. Tendremos que aceptar que más conocimiento no permite sobreponerse a dosis notables de incertidumbre, de sufrimiento y de muerte que son inherentes a la condición humana. El riesgo se puede minimizar, pero es inevitable. Alguien de manera sarcástica escribió que «vivir puede afectar seriamente su salud». Teresa de Ávila, pesimista aunque ferviente creyente, afirmaba que «la vida es una mala noche en una mala posada».