La falta de confianza y el descrédito en relación a las formaciones políticas clásicas y en sus formas de proceder y actuar no hacen sino aumentar día a día, no sólo porque así lo indican los sondeos, sino que esto se percibe en todas partes. Los grandes y clásicos partidos se han esforzado y mucho para ganarse la desafección. Estructuras poco transparentes, liderazgos sin credibilidad, corrupción económica, amiguismo, lenguaje vacío, propuestas sistemáticamente incumplidas, alejamiento de las preocupaciones de la ciudadanía, ocupación del poder sin proyecto para llevar a cabo, la falta de un relato coherente, desdibujamiento de las alternativas… Podríamos seguir y no acabaríamos en relación a una crisis de la política que tiene mucho de autogenerada por unos protagonistas que han sido incapaces de entender a tiempo que el camino de la desilusión colectiva no tendría vía de regreso. Ciertamente, hay también causas más generales, no imputables a los propios partidos para comprender la baja credibilidad que la política clásica ha alcanzado: crisis económica, precarización general, liquidación de las clases medias, falta de expectativas, la economía y el mercado como ámbito único de toma de decisiones, el debilitamiento del poder político, la falta de alternativas claras, la tendencia a convertir los partidos políticos en el gaita de nuestras miserias colectivas…
Parece claro que el bipartidismo clásico está en proceso de desaparición y que la emergencia de las formaciones que se presentan como «nueva política», será muy contundente. Habrá un removimiento importante en las aguas estancadas de la política formal que difícilmente se puede apreciar de otra manera que no sea en positivo, si se quiere recuperar la política como actividad honrosa y necesaria. De todas formas algunas de las marcas nuevas tienen un deje de ropaje nuevo que no hace sino vestir de manera estridente ideas muy viejas y culturas políticas ya conocidas, cuando no periclitadas. Común a los grupos emergentes, es haberse construido a partir de liderazgos mediáticos, de tertulianos más o menos brillantes, que han acabado por construir a su alrededor una formación política que, en buena parte de los casos, más que una propuesta definida representa un estado de ánimo que refleja una parte de la sociedad. Líderes hechos por los medios y desde los medios que practican lo que los italianos definieron como «la política pop»: esquemas sencillos, eslóganes que se memoricen, crítica furibunda y sin matices al status quo e ir a tertulias no para discutir, sino para mostrar la singularidad y colocar el propio mensaje, con unas formas que tienen más que ver con el marketing y la publicidad, que con la representación de nuevos proyectos colectivos.
Las nuevas propuestas (Podemos, Ciudadanos…) dominan la comunicación política, se comportan de manera muy diferente de los políticos al uso y apelan precisamente a la credibilidad que les habría de proporcionar el hecho de ser novedosos, de no haber ocupado parcelas de poder, a no estar contaminados por las contradicciones de haber gobernado. Más que a propuestas, apelan a principios para captar el electorado; unos principios sin embargo, que parecen mudar con mucha rapidez. Ciudadanos que apareció como un proyecto de izquierda catalana no nacionalista, ahora es un partido español que se reclama de centro-derecha. No sería exactamente lo mismo. Podemos, de ser una propuesta airada, anticapitalista, bolivariana, ha pasado en pocos meses a presentarse como la socialdemocracia de los años ochenta, últimamente, a no ser ni de derechas ni izquierdas, sino los representantes de los de abajo frente a los de arriba. Exactamente lo que decía el general Perón en la Argentina de los años cincuenta. Recuerda bastante la frase de Grouxo Marx, «estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros».