Desde hace décadas se nos ha educado en la bendición que supone poderse alimentar de manera suficiente y regular, como también de manera variada y completa, frente al castigo divino que sufren aquellos que poder comer es más una excepción más que una norma y que, cuando lo hacen, lo que se pueden llevar a la boca es insuficiente, poco agradable y equilibrado, ya menudo nocivo por las condiciones deficientes en que se encuentra. De mi niñez escolar recuerdo las fotografías de niños africanos cuyos miembros languidecían escasos de tejido; a algunos se les había hinchado anormalmente la barriga y tenían una mirada perdida, de no entender lo que pasaba y de estar ya más fuera que dentro de este mundo. Se nos quería ablandar el corazón con esta imagen del sufrimiento y de un hambre que casi siempre era africana. Se nos pedía compasión hacia aquellos que no habían tenido tanta suerte como nosotros, pero ni se nos inducía a cambiar las cosas para que esto no ocurriera, como tampoco se nos explicaba porque unos teníamos el plato colmado y mucho más, y los otros prácticamente nada. Esto sucedía cuando en África había unos 90 millones de desnutridos. Hoy, ya con documentales premiados y fotografías en color que lo reflejan, ya son 400 millones. ¡Hay tantas cosas que no progresan adecuadamente!
Un magnífico libro de Martín Caparrós (El hambre) nos recuerda como el del hambre es un problema presente para una mayoría de la población mundial. Lejos de remitir el hambre y los problemas de salud que se derivan, no hacen sino avanzar. 25.000 personas mueren diariamente por problemas relacionados con el hambre, y esta sensación afecta a lo largo del año con mayor o menor intensidad a 2.000 millones de personas, curiosamente una cifra casi idéntica a la población que padece obesidad o problemas de salud vinculados a una ingesta excesiva de calorías. El mapa del hambre resulta terrorífico de seguir. Hay hambrunas estructurales ligadas a una insuficiencia productiva de algunas zonas desérticas. Hay hambrunas coyunturales ligadas a avatares climáticos puntuales. Pero hay sobre todo una grandiosa parte de la población que vive a lo largo de su vida en la incertidumbre del mañana, en el miedo de no saber si sucederá algo que les impedirá alimentar suficientemente a sus hijos. Cientos de millones de padres conviven con hijos que tienen malformaciones y déficits notorios por subalimentación. Cientos de millones de padres han visto morir hijos por no poder darles lo necesario para vivir. Este es todavía el escenario en el que malvive una parte significativa del planeta. Lo más jodido de aceptar es que, al menos hasta el día de hoy, esto no pasa por una insuficiencia alimentaria global, sino por una inmoral desigualdad en su acceso y reparto. Aquí radica el problema en términos globales, y no en su producción.
Casi la mitad de los alimentos que se producen son desperdiciados; se dañan y se tiran en alguna de las diversas fases de su cadena de producción, distribución y consumo. Muchos de ellos en nuestra nevera y acaban en el contenedor de basura. Se podría alimentar suficientemente un cincuenta por ciento más de población, de los 7.200 millones que estamos ahora en el planeta. Hemos dejado que los alimentos sean un negocio especulativo con el que incluso se hace combustible, repartidos de la manera más injusta, desigual e ineficiente posible. ¿Tiene esto algún sentido?