La edad del turismo

Si algo define nuestro mundo es la profusión del viaje, del aleteo continuo. Es una actitud. Desplazarse, conocer entornos diferentes, ya no es algo asociado únicamente a las clases dominantes, a las élites, sino que se ha convertido en característica común y transversal de nuestro tiempo. Se ha erigido como un derecho inalienable de la ciudadanía en cualquier segmento social que se habite. Hay nichos y precios para todos, para que la democratización de la práctica turística y viajera no signifique la superación de las diferencias de clase, que tampoco se trata de eso.

El nuestro es un mundo caracterizado por el movimiento y la aceleración. No siempre fue así. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad los días se sucedían tranquilos, prácticamente idénticos a los anteriores, y los ciclos de la naturaleza y de las estaciones se repetían sin fin. Hasta la revolución industrial y la introducción del ferrocarril, la mayoría de las personas no conocían durante su vida más allá de un entorno inmediato que se proyectaba en pocas leguas. Más allá del territorio propio, reinaba lo desconocido y los temores e inseguridades no abonaban, salvo en unos pocos, el espíritu de aventura, la atracción por lo diferente. El mundo industrial, la ciudad como epicentro del mundo, activaron la novedad y el espíritu del desplazamiento. El mundo se nos aproximaba, se iba allanando, y también se ampliaba el conocimiento. El sentido del nuevo nomadismo que nos lleva a tener una pulsión de acción continua y de cambio constante es algo que se inicia en la segunda parte del siglo XX, pero que llega al paroxismo en las dos décadas del siglo actual. Más que una necesidad inherente a un mundo global, interdependiente e hipercomunicado, se ha establecido como cultura, estado de ánimo, como hábito fijado en el comportamiento. Viajamos y nos movemos por trabajo, evidentemente, pero sobre todo porque somos incapaces de establecernos constantemente en ninguna parte. Nuestro entorno habitual se nos viene encima. La maleta de viaje se ha convertido en una prolongación de nuestro propio cuerpo, al igual que el smartphone nos hace las funciones de extensión física, de prótesis.

El turismo es una actividad que nos define como sociedad y que conforma una de las industrias más importantes en múltiples países, con una significación que va más allá del 10% del PIB mundial y que ocupa de forma directa a más de 300 millones de trabajadores. Por cierto, la mayoría de ellos estacionales y muy precarizados. En el concepto de “turismo” han terminado confluyendo dimensiones de nuestra actividad que hasta hace poco tenían perfiles propios y diferenciados. El purismo elitista sigue diferenciando claramente entre “viajar” y hacer al turista, en realidad el propio término de turismo proviene de “tour”, que implica desplazamiento, viaje para solaz, recreo y conocimiento. Cuando los costes limitaban las posibilidades de ir a otra parte a la mayoría de la población, el viaje era algo imaginado, soñado, estrictamente preparado y que se hacía, como mucho, una vez al año aprovechando el período de vacaciones.

El viaje siempre había tenido connotaciones de singularidad, de excepción, de algo que trasciende nuestra cultura habitual y el conocimiento que tenemos. Evoca el descubrimiento, la relación y la revelación de lo diferente, ya sea en su vertiente cultural, patrimonial, urbana o paisajística. Este carácter especial, espaciado en el tiempo y en el que la preparación tenía tanta o más importancia que su desarrollo, mudó significativamente a los albores del siglo pasado ya las primeras décadas de éste, en la medida en que la reducción de los costes especialmente con la explosión de los vuelos baratos y el uso de internet dejó de ser pasajero, circunstancial y único para convertirse en una especie de pasatiempo habitual, particularmente entre los más jóvenes. Ir y venir de cualquier ciudad europea, cualquier día y cualquier hora aprovechando las ofertas de última hora de las compañías aéreas y de los subastadores de viajes de saldo por la red. Una competencia no tanto por conocer sino básicamente por moverse y así poder argüir la consecución de récords de mínimos en el precio obtenido. Colapso de aeropuertos, invasión de las ciudades que recibieron como castigo la denominación de “turísticas” y presión sin fin de los operadores tras unas bajadas de precio que llevaron a la espiral de deterioro que significa siempre el low coste. El viaje despojado de objetivo y de cualquier glamour. Viajar, básicamente, “porque puedo hacerlo”.

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