La victoria de Gustavo Petro en las elecciones de Colombia tiene mucha significación. La tiene para un país que dispondrá, por primera vez en su historia, de un gobierno de izquierdas, pero la tiene para América Latina, pues el giro político colombiano refuerza la dinámica de retorno de gobiernos progresistas a buena parte del continente. El cambio resulta trascendente y de su éxito o fracaso se derivarán muchas cosas. Colombia ha vivido una sucesión de gobiernos entre derechistas y muy derechistas desde hace muchos años y una conflictividad interna que la llevó a una auténtica escisión social y política y al predominio de una violencia brutal, ya fuera procedente de las guerrillas de izquierdas, del narcotráfico o de los paramilitares, conceptos, además, que a menudo se mezclaban de forma indescifrable. El M-19, las FARC, representaron apuestas insurreccionales según el estilo del revolucionarismo poscolonial que se impuso en las décadas de los sesenta y setenta siguiendo la estela de Ernesto Che Guevara. Una salida quizás comprensible en un país de desigualdades sociales tan extremas y con una clase dominante de formas tan abruptas, pero que a pesar de los toques románticos que se le quisieran ver, no sólo estaba condenada al fracaso, sino que provocó reacción y violencia desenfrenada además de derivas de mala justificación cómo las narcoguerrillas o la eclosión de personajes vinculados al narcotráfico como Pablo Escobar. Tras los duros “años de plomo” el país ha vivido procesos de desmilitarización de los grupos armados y de cierta reinserción de sus miembros en la política democrática. Se ha avanzado en los últimos tiempos y de forma especial en el tema de la seguridad. El movimiento que hay detrás de la victoria de Petro pretende ahora estimular un progreso económico que, mediante la corrección estatal, no beneficie sólo a las minorías extractivas de siempre, sino que reequilibrio a la sociedad sacando de la pobreza los segmentos más bajos y excluidos a la vez que fomente el surgimiento de clases medias que puedan ser portadoras de cierta estabilidad política. El reto es inmenso y los planteamientos necesariamente moderados.

En la primera década de este siglo América Latina vivió una interesante dinámica de regímenes políticos progresistas que llevaron a Lula a Brasil, Evo Morales y Álvaro García Linera a Bolivia, Correa a Ecuador o los Kirchner a Argentina. Planteamientos reformistas, fórmulas socialdemócratas para países poco avanzados, que se presentaban como movimientos nacional-populares y que eran vistos desde la sofisticada Europa como populistas. De hecho, lo eran. Liderazgos carismáticos y formas políticas que nos parecían impostadas y exageradas, lenguajes radicales. Lo cierto es que eran reformistas y la realidad es que sacaron, en una década, a más de cien millones de personas de la pobreza profunda y les proporcionaron, además, dignidad. Desde nuestro bienestar, nos cuesta entender que la realidad económica y social de América Latina es bastante más dura y contrastada que la nuestra. Dicho en términos clásicos, la lucha de clases tiene un nivel extremo y dramático que a nosotros nos resulta desconocido desde hace más de un siglo. Pobreza estructural, exagerada; con clases dominantes abominables que todavía practican formas de dominio y humillación de tipo colonial.
Diez años después de su llegada, los regímenes progresistas fueron cayendo, ya fuera por errores propios, por el empuje derechista o, en muchos casos, por la utilización de la judicatura como brazo armado de la reacción. Pero unos años después, algo renovados y con formas más homologables al gusto europeo estos movimientos han vuelto y se van imponiendo en el continente. Gobiernan en Argentina, pese a las muchas dudas que puede generar esta vía peronista que es el kirchnerismo. Vuelven a desplegar su proyecto en Bolivia, tienen el gobierno en México, han conquistado con Boric un feudo tradicionalmente tan derechista como Chile y, todo apunta a que en los próximos meses Lula recuperará la presidencia de Brasil echando a alguien tan indeseable como Bolsonaro. Heredan los problemas de siempre y la necesidad de proporcionar horizontes y ascensor social en territorios tan brutalmente afectados por la desigualdad y un capitalismo extremo que les ha llevado en la división internacional de la producción de los últimos cuarenta años a desindustrializarse y a ser meros proporcionadores de materias primas en bruto. Pura extracción con pocos beneficiarios. Poner en valor el carácter estratégico de algunos materiales -como el caso del litio boliviano-, y desarrollar una industria transformadora es el gran reto, junto con un papel de los estados que convierta lo común, justamente, en una riqueza colectiva. Entre otras muchas cosas, tienen en contra el escenario geopolítico abierto a raíz de la invasión de Ucrania.