La autodestrucción de la monarquía

La monarquía, como sistema de estado, es un concepto que no tiene defensa hace al menos un siglo. Puede resultar aceptable de forma fáctica como ocurre en varios y avanzados países europeos (Noruega, Suecia, Bélgica…) porque ya sólo ostenta un carácter meramente simbólico y se valora que el coste de transformarse hacia un sistema republicano es mayor que el mantenimiento de una forma tan periclitada. Hay temores, no sé si fundados, que el período de mudanza podría generar un vacío poco recomendable en política y un cierto grado de incertidumbre. Es aquello de no cambiar lo que funciona, aunque el propio concepto en el momento actual resulta más bien rancio. De hecho, excepto en Inglaterra, siempre tan diferentes, no se ve por ninguna parte una gran profesión de fe monárquica. El imperio de la razón ilustrada y la modernidad poco tienen que ver con una institución de cariz medieval que cuando ejercía el poder efectivo era de carácter absolutista y más bien dada a la arbitrariedad. La teoría política liberal, por lo de sumar cambio y continuidad, formuló hace más de dos siglos el concepto de monarquía parlamentaria, evitando el carácter autocrático de esta forma de gobierno, para sacarle finalmente incluso la prerrogativa de poder ejecutivo que había ostentado en el sistema de división de poderes del estado de derecho, para convertir a los monarcas en meras figuras simbólicas y representativas sin ningún tipo de capacidad, lo que se definió como “el rey reina, pero no gobierna”. Se da por supuesto que, el último paso, es que la misma figura desaparezca, una vez convertida más en rémora que en facilitadora.

En España, la reinstauración de la monarquía fue el resultado del pacto de la Transición. Era la apuesta del franquismo moribundo y la oposición democrática que estaba faltada de la fuerza para imponer la ruptura tuvo que tragarse esta forma de estado y lo que se llamó la “reforma”. En tanto que monarquía parlamentaria y sin poder, se aceptó por aquellos que no creían en ella, como un mal menor. Era más importante dotar al país de estructuras democráticas sólidas y desmontar el aparato dictatorial del franquismo que discutir que hubiera un monarca, más si éste hacía profesión de fe de los ideales democráticos. Simplificando, en España sólo existen monárquicos convencidos a la derecha, mientras que la izquierda era y es mayoritariamente de cultura republicana. Para sostener el pacto de la transición la izquierda bastante en general y el PSOE en particular, se tuvieron que comer ese sapo. El problema se ha planteado cuando algunos elementos de esa monarquía se han comportado de manera poco ejemplar tanto en lo público como en lo privado. Más allá de las dudosas actividades económicas de los yernos, el rey emérito tanto ahora que lo es, como antes de serlo, ha ejercido de lobbista, ha cobrado comisiones injustificables, ha defraudado a hacienda y hace exhibiciones públicas de arrogancia y falta de tacto muy poco aceptables.

Hay quien dice que su aparente papel de «salvador de la democracia» cuando el golpe de estado del 23-F de 1981, le hizo creer a Juan Carlos I que era una figura blindada e inexpugnable. No entendió que los tiempos habían cambiado y que existen comportamientos y demostraciones de arrogancia y de clasismo que la sociedad no puede aceptar. Ya no estamos en la España en blanco y negro. La sociedad española ha visto cómo su petición de disculpas cuando la cacería de elefantes en Bostwana lo era todo menos sincera. Lo que ha venido después resulta suficiente para llevarse por delante a la misma monarquía. Que haya sido exonerado por los jueces de actividades económicas corruptas y fraudulentas que resultan evidentes para todos, no le hace moralmente inocente. La “huida” a los emiratos resultó patética, pero una forma de dar una oportunidad de continuidad a su sucesor. La vuelta de estos días a Galicia, la evidencia de que la monarquía en España no caerá por la acción del republicanismo, sino por la propia impericia y una mala noción del orgullo. Desde el punto de vista de la imagen pública no podía hacerse peor. “Explicaciones, ¿de qué?” quedará como el colofón de un monarca que se ha devorado a sí mismo. Más por realismo que por convicción el PSOE ha aguantado la monarquía en España y ha evitado que fuera sólo la forma de gobierno preferida por la derecha más castiza. Como se ha puesto de manifiesto estos días, los socialistas ya no pueden jugar un papel que les acabaría por desnaturalizar y devorar. Más que de regatas, el emérito parece haber venido a España a poner algunos clavos en el ataúd de la monarquía. Y en breve volverá con el martillo y más clavos. Alguien debería ir pensando en cómo se gestiona el fin del régimen.

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