El individualismo, cierto grado, resulta consustancial tanto a la sociedad liberal-democrática como al funcionamiento de la economía de mercado. Pero lo que era un individualismo moderado en la primera modernidad y en tiempos de predominio del sistema de correcciones del Estado de bienestar, fue desplazado a partir de la recuperación de la hegemonía neoliberal por un individualismo total, sin ningún sentimiento de colectividad y carente de cualquier obligación hacia ideales compartidos. Un individualismo que ha generado la primacía del narcisismo como centro de gravedad de la existencia. La personalidad y la satisfacción proviene de magnificar y convertir en perpetuo el acto de consumo. Para Gilles Lipovetsky, estamos ante un “capitalismo de la seducción” en el que las posibilidades en la tentación del consumo, entendido éste como falsa satisfacción, son ininterrumpidas y omnipresentes. Este capitalismo de la fascinación basado tanto en lo material como en lo inmaterial ha supuesto crear un mundo nuevo. Se han derribado las antiguas formas de pertenencia colectiva, se han destruido las ideologías emancipadoras y el sentido moral del sacrificio. Todo deseo debe ser llenado de inmediato. Un éxito, un producto, una distracción, sustituye a otra. Todo es rápido, transitorio, fugitivo y contingente. Como señalaba Freud, «la novedad constituye siempre la condición del goce». En este mundo de la abundancia y el predominio de los productos low cost, prevalece la variedad, la posibilidad de elección y la capacidad de individualización. Profusión de modelos cambiantes y facultad de personalizar el producto. Lo masivo debe permitir la práctica de la singularidad.
Al igual que se produce una gran abundancia de bienes materiales, resulta también significativa la profusión de productos culturales, entendidos éstos como ofertas recreativas. Estamos en una cultura «mediaticomercantil» cuyo objetivo es procurar una distracción continuada. La profusión de pantallas en nuestras vidas y la conexión digital lo hacen posible. Vivimos siempre fuera de nosotros mismos en una prolífica distracción que inhibe no sólo la capacidad de razonamiento, sino también la práctica de la reflexión serena o de la sentimentalidad pausada. Predomina la superficialidad. Juego, ocio y comercio se combinan y recombinan sin aparente separación. De hecho, han perdido importancia los objetos para ganar posición a la economía de la experiencia. La publicidad ya no realiza «demostraciones», proporciona emocionalidad, seducción, espectáculo y fantasía. El profundo individualismo que ha penetrado en todos los ámbitos genera cambios en la relación de moldeo entre estructuras sociales y actitudes individuales.

Las democracias liberales viven, hace años, una profunda dinámica de despolitización de sus ciudadanos. La política ya no es portadora de esperanza histórica y los partidos políticos ya no son depositarios de formas de identidad. Tampoco de una ideología en sentido estricto. El neoliberalismo, su triunfo inexorable en las dos últimas décadas del siglo pasado, llevó al escepticismo en relación con el papel de la política y del Estado para la gobernación del mundo. El desplazamiento de la centralidad fue claro hacia la economía. El eslogan de campaña de Bill Clinton –“es la economía, estúpido”- no era una anécdota sino una afirmación de lo que eran los nuevos tiempos en la década de los noventa. Una economía como variable independiente, desregulada y fuera de control como condición para el aumento de la riqueza del conjunto, pero que sería monopolizada y concentrada en unos pocos. La fuerza de la globalización, el carácter supranacional y monopolístico de las grandes corporaciones generaba frustración en el ámbito público y corroía la atracción y la consideración hacia lo político. Un dios menor al que iba perdiendo sentido apelar. La política se convirtió en un foco de interés sólo circunstancial. O un ámbito en el que proyectar frustraciones.
En sus exitosos Diarios, el escritor valenciano Rafael Chirbes constata la paradoja de que en España la cultura de la Transición supuso una profunda despolitización de la sociedad española: «Tuvo que llegar la democracia para que nos sintiéramos expulsados de la política». El peligro de la despolitización creciente es prever hacia dónde nos lleva. La historia nos indica que la “desconexión del mundo” por parte de la población humillada, ofendida y resentida nos aboca, como escribió Hannah Arendt, a alguna forma de barbarie. En tiempos políticamente oscuros, el nacionalismo identitario y la xenofobia recobran protagonismo ya que la ciudadanía despojada de esta condición abandona la confianza en las instituciones políticas de forma imparable y el individualismo bien incubado por el pensamiento neoliberal alcanza niveles que ponen en cuestión la propia noción sociedad. La cultura del individualismo comporta, de forma casi inexorable, la despolitización.