La impactante erupción del volcán de esta isla canaria nos ha cautivado durante las últimas semanas. La demostración de fuerza y la capacidad destructiva de la naturaleza fuera de control han coexistido con la generación de imágenes de una gran belleza estética. Nos hemos sentido desbordados por algo superior a nosotros y todas las capacidades de previsión que podamos tener, pero a la vez asustados de como con pocas horas muchas vidas pueden quedar absolutamente a la intemperie. Fenómenos como estos nos despojan de nuestras seguridades impostadas y evidencian la extrema fragilidad humana. Grandeza y miseria siendo presentes y fusionándose en unas mismas fotografías. El desbordamiento y la impotencia como sentimientos dominantes. Habrá pocas cosas peores como el tener que contemplar expectante cómo se destruye todo lo que has construido y que había formado parte de tu paisaje vital. La explosión repentina del volcán Cumbre Vieja y el relato cambiante sobre su comportamiento y su evolución con el paso de los días ha puesto de manifiesto lo poco que sabíamos y las limitaciones del conocimiento científico en algunos ámbitos, así como la escasa expertez de los que nos tenían que informar. Nada ha pasado como se nos iba diciendo que pasaría y las explicaciones de los más doctos al respecto no han pasado de consideraciones de observadores de barra de bar. La vulcanología, se ha demostrado una ciencia muy inexacta. A pesar de los estudios realizados durante años y la teórica monitorización del volcán desde hacia tiempo, no se había previsto nada ni se tenía ni la más remota idea del impacto y duración que tendría su despertar. Oscilaba entre días o bien meses y la lava que tenía que llegar al mar el primer día -a las ocho de la tarde aseguraban-, ha tarde diez días en hacerlo. Quizás es bueno que la naturaleza siga siendo imprevisible y aún nos pueda sorprender, pero no estaría de más que fuéramos más prudentes y modestos cuando nos referimos a ella.

Otra evidencia de esta erupción ha sido la imparable tentación a turistizarlo todo en nuestro mundo, convirtiendo incluso la desgracia en un producto por comercializar. No se puede negar que las imágenes, sobre todo las nocturnas, de un volcán en erupción resultan atractivas, pero de ahí a decir que el daño que hacen los ríos de lava desbordados se compensará con el turismo que atraerá resulta una barbaridad. Ningún ingreso generado por visitantes atraídos por el morbo satisfará las formas de vida destruidas, las historias personales que quedan enterradas debajo las riadas de minerales incandescentes. La belleza resultante, estará vacía de vida y resulta un futuro muy poco atractivo para los agricultores que ya nunca más podrán cultivar plátanos, tener que convertirse en guías turísticos de desnortados visitantes. La pulsión a buscar impactos siempre nuevos y de querer estar presentes y hacernos selfies allí donde han pasado «cosas» ha terminado por que nos comportamos de manera bastante repelente. El «turismo de desgracias» tiene cada vez más predicamento y adeptos. Hay rutas turísticas por el Detroit de las fábricas abandonadas y en ruinas de los gigantes de la automoción, viajes expresos a las playas arrasadas del océano Índico por el tsunami de 2004 o bien, visitantes de París asisten a conciertos en la sala Bataclan sólo para revivir el brutal atentado terrorista de hace unos pocos años. De hecho, esta morbosidad actual y el convertir actividades poco agradables con un objetivo turístico no es del todo nueva. Marco de Eramo ha escrito como las rutas turísticas con más predicamento en el París del siglo XIX eran las que se organizaban por la zona de los mataderos donde el hedor resultaba insoportable hasta marear o bien por las cloacas de la ciudad donde, navegando, los visitantes se distraían con la caza de buenos ejemplares de inmensas ratas. Esto era de madrugada. Lo hacían compatible en ir por la tarde a pasear y comprar por los Campos Elíseos, así como por la noche asistir a la Ópera o distraerse frívolamente el Moulin Rouge. Bien pensado, somos muy raros.