Lo que debía ser una retirada militar ordenada de este país se ha acabado por convertir en una derrota militar, política y humanitaria incalificable. A los ojos del mundo, los Estados Unidos y sus aliados europeos han escenificado una fuga torpe y patética ante el triunfo de unas tropas que representan la versión más pedestre y medieval del fanatismo religioso. El simulacro de régimen político y de administración que se había erigido en Afganistán durante la ocupación se ha deshecho antes de que los ocupantes desalojaran el país, siendo la fuga de su presidente con unos furgones llenos de billetes la demostración de la solidez y los valores morales de lo que se había construido. Un fracaso más a contar entre las intervenciones militares «salvadoras» que Estados Unidos y Europa han practicado por el mundo. Joe Biden culmina así su errática política exterior, afirmando que Estados Unidos no tienen porque combatir en una guerra que los afganos no piensan librar. Excusas de mal pagador. Las imágenes brutales y caóticas del aeropuerto de Kabul le perseguirán siempre. El americano medio no quiere intervenciones exteriores que le reportan soldados muertos, pero, por encima de todo, su orgullo no puede tolerar imágenes de humillación patriótica. Todo ha sido un cálculo político donde el futuro de la población afgana cuenta poco. Encima, ha salido muy mal.
Y es que el tema de los talibanes no se puede reducir a un problema de los afganos. Su origen fue fomentado e inducido por los Estados Unidos y los aliados europeos en tiempos de Guerra Fría para inestabilizar y combatir el régimen comunista instalado en 1978 y que era sostenido por la URSS. Las partidas guerrilleras de muhaidines, que luego se convertirían en talibanes -literalmente estudiantes de teología-, fueron abundantemente financiadas y armadas por Estados Unidos y los países árabes en sintonía. Osama bin Laden se formó y se fogueó ahí, hasta convertirlo en su base de operaciones contra Occidente. Para la Unión Soviética fue su Vietnam. Desgastada militarmente en una guerra que no podía ganar, abandonó el país en 1989. La guerra civil se prolongó hasta 1996 cuando los talibanes, haciendo gala de una ferocidad inusitada se impusieron y crearon un emirato islámico regido por el fundamentalismo religioso más estricto basado en la sharia, ahogando toda libertad y vestigio de sociedad civil y haciendo recaer la peor opresión imaginable sobre las mujeres. Una demostración de cómo el recurso ocasional e interesado al factor religioso con la excusa de dominar el tablero de la Guerra Fría, había generado un monstruo incontrolable que, además, se giraría contra el mundo occidental dando refugio al terrorismo islamista que tuvo peor expresión en el atentado de septiembre de 2001 en el World Trade Center de Nueva York.

La guerra contra el terrorismo y la pretensión por erradicar las bases de Al Qaeda han llevado a una intervención militar estadounidense que ha durado veinte años, durante los cuales las numerosas acciones de guerra no han conseguido acabar con un islamismo radical muy organizado y bien financiado desde el mundo árabe y que cuenta, cosas de la geopolítica, con una cierta simpatía por parte de Rusia y China. Durante estos años se creó un aparente sistema democrático, el país se liberalizó en sus costumbres y se promovió la creación de un ejército bastante inoperante como para que colapsara antes de que las tropas y personal extranjero salieran. Un país complejo, de etnias diversas donde los pastunes son dominantes, con poderosos estructuras tribales también de tajiks, hazaras o uzbekos. Una orografía extraordinariamente difícil lo convierte en incontrolable y abona la práctica militar de la guerrilla, tal y como ya había comprobado el Imperio británico en la primera mitad del siglo XIX, resignándose entonces a que fuera un estado-tapón que le permitiera mantener protegida joya de la corona que era la India. Ahora, después de haberlos usado, condicionado y de que hubiera emergido una sociedad laica, se les abandona a manos de un ejército de mercenarios unidos bajo la bandera del fanatismo religioso. Liquidación de las libertades, opresión asfixiante y desaparición de cualquier vestigio de estado mínimamente organizado. Una vez más, las principales víctimas de sus obsesiones serán las mujeres, obligadas ya de entrada a desaparecer del espacio público y a renunciar a cualquier tipo de visibilidad. Para los pragmáticos que dominan la política internacional, sólo unos efectos colaterales con los que convivir. Inmensa frustración ante un cinismo y una indignidad que son para llorar.