Desmaterialización

Que nada sea sólido y permanente resulta característico de la postmodernidad. Cambio, mutación continua, desvinculación… Zygmunt Baumann lo sintetizó gráficamente con su concepto de «sociedad líquida». Estamos condenados a habitar en un mundo sin referencias estables en el que todo resulta evanescente. El triunfo de lo etéreo. Esto se concreta en el desdibujamiento de valores y convicciones ideológicas, en el debilitamiento del propio concepto de sociedad entendida como comunidad articulada por lazos de solidaridad, en la mercantilización y falta de continuidad en las relaciones personales o en la atrofia del valor del conocimiento y el uso de la racionalidad como componentes esenciales de nuestra relación con el mundo. Nos hemos o nos han convertido en individuos aislados, indefensos y temerosos, incapaces de valorar apenas nada más allá de la emocionalidad y el interés puramente personal. No hay ya más Dios que el consumo.

Uno de los ámbitos de declive de la antigua solidez ha sido sin duda el mundo del trabajo. La ocupación ya no es para toda la vida y la cultura empresarial ha tendido a emanciparse de cualquier obligación con relación a los trabajadores. A pesar de ir incorporando un lenguaje pomposo que ha llevado a calificar sucesivamente la mano de obra en empleados, colaboradores, capital humano o talento como queriendo expresar una elevada consideración, en realidad lo que se ha ido haciendo efectivo es un proceso inverso en lo que el empleo se ha convertido en algo temporal, precario y cada vez peor remunerado. Muchas personas resultan condenadas a la inestabilidad que supone alternar cortos contratos de trabajo con periodos sin trabajo y a merced de subsidios públicos, ingresos mínimos vitales o solidaridades familiares. También tener que alternar trabajos diversos para conseguir rentas mermadas que dan por poco más que para resistir. No es algo minoritario; es el mundo en el que habitan un 40% de las personas de nuestro entorno. Y en aumento. El debilitamiento del trabajo debido a la tecnología o en la deslocalización va e irá en aumento.

Ferran Martín on Twitter: "Teletrabajo. Viñeta 56 de la serie ...

A raíz de la pandemia del coronavirus y el confinamiento esta desmaterialización del trabajo ha dado un paso más con el teletrabajo. Este es un concepto que, como tantas veces, se presenta con unas connotaciones positivas y progresistas que dista mucho de poseer. Los efectos para los trabajadores son fundamentalmente nocivos. La desaparición física del puesto de trabajo tiene resultados notoriamente disgregadores sobre la estabilidad y la continuidad del empleo. También el trabajo se convierte de manera estricta en un no-lugar que habita en la mesa de la cocina de casa y que hace que ya no haya separación entre actividad laboral y vida personal y familiar. Hay que estar siempre activado y disponible, aunque sea con baja intensidad y una productividad más bien débil. Ciertamente que en la situación excepcional que nos ha tocado vivir ha sido un inexcusable recurso de urgencia, pero convertirlo en virtuoso y generalizable en el tiempo resulta una exageración y una renuncia a derechos laborales y mantener una saludable vida personal. De hecho, la primera falacia está en sobrevalorar el mismo concepto ya que, como hemos visto, las actividades esenciales y servicios básicos requieren de presencialidad: servicios sanitarios, distribución alimentaria, transportes, construcción, servicios de limpieza… Entre los valores positivos que se suelen atribuir a la práctica del teletrabajo, está el de la conciliación con temas familiares y domésticos. No nos engañemos, en realidad esto puede conllevar algunos retrocesos notorios respecto a quién hace qué en los trabajos domésticos además de condenar algunas personas -con un notable sesgo de género casi asegurado- a la desprofesionalización y la práctica de actividades y salarios «complementarios «.

Dar por buena la cultura del teletrabajo, es convertir en aceptable el modelo de un trabajo sin socialización, desnaturalizado, sin raíces y sin vínculos. Facilita la asunción de una parte de los costes de producción por parte del laborando y la desvinculación absoluta de la empresa con relación a un «colaborador» que, por no tener, no tiene presencia ni una cara visible. Representa acentuar la cultura de la precariedad, del usar y tirar al bote de la basura. La cultura del teletrabajo fomenta y facilita una tendencia aún incipiente pero que será muy importante en los próximos años: los tele-inmigrantes. Si los trabajadores hacen el trabajo desde casa y sin tener ninguna obligación con ellos, porque no hacerlo con gente de Bangladesh. Se les puede pagar con salarios de Bangladesh. Dar por buena y por progresista la cultura del empleo sin puesto de trabajo resulta un error y una condena, un desarme y una genuflexión más del trabajo frente al capital, el abandono de cualquier pretensión de recuperar el equilibrio.

Josep Burgaya

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