Unicornios

La irrupción del mundo digital en la economía ha generado un gran número de fantasías futuristas, detrás de las cuales si lo analizamos bien, suele haber formas de explotación extrema de trabajadores, eso sí revestidas de terminología pretenciosa y vocación de modernidad. Toda ciudad que pretenda tener un lugar en el futuro, debe haber creado un «ecosistema emprendedor» en el que la combinación de conocimiento tecnológico, ganas de impulsar nuevos negocios e instrumentos de financiación permitan la puesta en marcha de start-ups, o sea negocios que inicialmente no son nada pero que tienen grandes ambiciones de terminar sino compitiendo con las grandes tecnológicas de Silicon Valley, al menos hacer el suficiente ruido y crear expectativas para que alguna de estas las acabe comprando lo que, de hecho, hacen muchas veces. Algo de jugar a la lotería tiene todo ello. En el narcisista mundo de la innovación tecnológica, aquellas empresas que consiguen además de flotar levantar el vuelo y superar una valoración de 1.000 millones de dólares, se las denomina «unicornios». Un animal mitológico inexistente y muy caro de ver. De hecho, a estas alturas, se valora el grado de desarrollo de la «nueva economía» digital por el número de empresas de esta categoría que se disponga. Son el mundo a día de hoy 430, habiéndose doblado en dos años, y la mayor parte, 211, están en los Estados Unidos. En China hay un centenar; en Europa cincuenta y muchas, y en España hasta hace poco sólo la madrileña Cabify. Justamente estos días ha sido muy celebrado por los crédulos de la religión tecnológica haber conseguido con la barcelonesa Glovo la segunda, la cual es más conocida por los conflictos derivados de su precariedad laboral que por la tecnología que aporta.

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Glovo nació hace sólo cuatro años con un capital inicial de 100.000 euros para organizar el reparto a domicilio de comida y de todo tipo de cosas que se nos podían antojar de pedir especialmente de noche y madrugada. Apareció jugando con la idea de la falsa «economía colaborativa», cuando aún no se había aprendido que esto significaba poner a trabajar en ocupaciones muy duras y mal pagadas a falsos autónomos. Es la típica empresa de plataforma que lo único que tiene es un software que permite poner en rápido contacto los deseos inmediatos de recibir algo en casa con la necesidad de buscarse la vida con lo que sea de una gran cantidad de jóvenes, muchos de ellos sobradamente preparados, que no tienen en ciudades tanto avanzadas como Barcelona ninguna otra oportunidad de empleo. Se hace difícil asociar los esforzados «riders» que pululan por las grandes ciudades con trabajadores cualificados de empresas tecnológicas de referencia. De hecho no lo son. La economía de plataforma solamente resulta estelar en los resultados económicos para sus propietarios y en el lenguaje sofisticado de escuela de negocios que utilizan abundantemente para justificarse. Trabajadores extremadamente precarios, mal remunerados y claramente pre-tecnológicos puestos a trabajar en condiciones lamentables por los nuevos «negreros» de la economía actual, los cuales -¡hasta donde hemos llegado!-, a menudo son puestos como ejemplo de emprendimiento e innovación, cuando de hecho su actividad debería estar adecuadamente regulada desde el punto de vista laboral, cuando no claramente prohibida por atentar contra la decencia. Cabe decir, además, que muchas de estas empresas obtienen una sobrevaloración en un mercado en el que los grandes inversores institucionales se esfuerzan por encontrar oportunidades de negocio. Justamente es lo que ocurrió a finales del siglo pasado con la burbuja de las empresas llamadas «punto.com», hinchadas a partir de lo que no eran más que expectativas de negocio en fase inicial. Su pinchazo resultó épico. Pero si en algo acostumbramos a reiterar en esta vida, es en el papanatismo. Ya sea este digital o analógico.

 

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