Acerca de la cumbre del clima

La cumbre del clima que se celebra en Madrid -técnicamente el COP25- tiene más de espectáculo y de escaparate autojustificador lleno de buenos propósitos, que un espacio donde se aborden las transformaciones profundas que se necesitan para frenar el calentamiento global. Este, no es sino el síntoma de un problema mucho más profundo, el cual nos remite a la imposibilidad de mantener el sistema de producción y de consumo que ha dado sentido a nuestra civilización, al menos durante los últimos cien años. Las buenas intenciones y las demandas lacrimógenas por un cambio de hábitos hechas por actores conocidos o una adolescente noruega convertida en icono del sentimentalismo, quizás nos hacen tomar un poco de conciencia y nos hacen sentir un poco más buenos durante un rato, pero me temo que maquillan la necesidad de acción profunda de los gobernantes para cambiar un sistema de hacer las cosas que resulta a estas alturas nocivo y autodestructivo. Y no nos engañemos, no hay cambio significativo sin un cierto grado de dolor.

Vivimos anclados en un modelo antiguo y superado. Producimos mucho más de lo necesario, y especialmente mucho más de lo que consumimos, ya que una parte de la producción acaba destruyéndose y va a parar al cementerio del olvido, y otra parte no satisface ninguna necesidad más que el placer que algunos parecen experimentar con el despilfarro. El desenfreno productor y consumidor no es sostenible según el modelo vigente hasta nuestros días y seguro que aún menos generalizable como se reclama desde los países emergentes. Los límites en los recursos básicos disponibles son bastante evidentes, como lo es la capacidad y flexibilidad del planeta soportar según qué tipo de actividades con efectos nocivos. El PIB es un falso indicador de progreso, una ficción de mejora. Una capacidad de producción estable o en unos ciertos niveles de disminución, aparte de medioambientalmente recomendable, no debe significar el empeoramiento de nuestra calidad de vida, sino probablemente bien gestionado, significaría justamente lo contrario. Nuestra adicción al crecimiento nos ha hecho perder una noción más proporcionada de la realidad.

Un sistema de producción que ha resuelto el problema de la escasez, debería afrontar los retos de la redistribución y abordar las externalidades medioambientales. Un enfoque inclusivo de la economía que incluyera todos los costes de producción, sociales y medioambientales, se impone como deseable y como necesario. La teoría económica vigente habría quedado notablemente desfasada en consideraciones propias de otro siglo. El problema ya no es de producción, es de redistribución y los mecanismos actuales basados ​​exclusivamente en el mercado, hacen evolucionar la realidad justamente en sentido contrario. Las prioridades dadas al comercio, a las finanzas o el producir de cualquier manera como indicadores de riqueza ya no sirven. Se requieren otros parámetros, que sean sostenibles y socialmente inclusivos. Nuestra idea del crecimiento está notablemente desfasada. Si el aumento de la producción ha funcionado, lo importante es centrarse en una distribución más equitativa que no convierta la capacidad productiva actual en un sin sentido. Aumentar el consumo de unos y dejar sin consumo a otros no deja de ser en términos racionales, una estupidez.

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Hay una relación directa entre la cultura consumista en la que nos encontramos inmersos desde hace décadas, con el calentamiento global y el agotamiento de los recursos perecederos. Para ir hacia una «economía de estado estacionario» como la que planteaba ya hace más de dos décadas el economista ecológico estadounidense Herman Daly, habrá que mudar el predominio de la cultura del consumo compulsivo infinito. Aumentar los niveles de igualdad es una cuestión clave para poder replantear el consumo, ya que «la competencia por el estatus es uno de los grandes impulsos hacia el consumo», como afirman Wilkinson y Pikett. Que la desigualdad incrementa la presión competitiva para consumir no es una pura especulación, sino que es un tema contrastado en datos y estudios muy serios. Las diferencias económicas y de estatus resultan el motor más poderoso para el mantenimiento y expansión de una cultura consumista ya insostenible. No estamos hablando de empeorar el bienestar o de disminuir la satisfacción humana, sino de evitar un vacío que estimula al mismo tiempo hacia el despilfarro y hacia la insatisfacción. Hay estudios que demuestran que la mayoría de personas quieren aumentar sus ingresos no para mejorar su bienestar material, sino su estatus. La desigualdad termina por reforzar el peor de nosotros mismos.

Pero pensar que conseguiremos establecer una compatibilidad entre el sistema industrial productivista y los equilibrios naturales apoyándonos sólo en las innovaciones tecnológicas, hábitos más saludables o recurriendo a sencillos correctivos, sin esfuerzo y, además, enriqueciéndonos resulta un mito, como muy bien ha explicado el teórico del «decrecimiento» Serge Latouche.

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