La batalla de Barcelona

El independentismo parece haberse focalizado en tomar el bastión del Ayuntamiento de Barcelona. Por tierra, mar y aire mediático nos bombardea y lo continuará haciendo hasta el día 15 de junio sobre el carácter indiscutible de que a Maragall le corresponde tener la alcaldía de Barcelona y que, de no ser así, significaría una especie de robo o estafa a los resultados de las últimas elecciones, y una prueba más de la perversidad moral de un unionismo que despoja, también una vez más, de lo que es propio del soberanismo. Con este argumentario y con este pressing catch sobre los Comunes y el conjunto de la ciudadanía, se obvian algunas cosas que, a mi modesto entender, resultan básicas. Los gobiernos democráticos se conforman a partir de mayorías. La capacidad de pactar y disponer de puentes con otras fuerzas políticas es fundamental. Cuando se practican discursos arrogantes y excluyentes, lo más fácil es terminar solo. Aunque se repita hasta el infinito, el independentismo no ha ganado en la ciudad en Barcelona. Y no sólo eso, ha quedado muy lejos de hacerlo. El 31% del voto o 15 concejales sobre 41 no representan ningún mandato, ni siquiera una tendencia dominante. Especialmente cínico resulta descalificar cualquier alternativa hablando del «pacto de perdedores», cuando los mismos que lo blanden parecen olvidar que por esta regla de tres, Inés Arrimadas debería ser la presidenta de la Generalidad, lo que ni siquiera se atreven a imaginar en la peor de sus pesadillas. Ciertamente que ocupar la alcaldía de Barcelona tiene una importancia política capital, tanto en el aspecto específico de gobierno de una ciudad emblemática, como por la carga simbólica que tiene para el independentismo, ansioso de ocupar una plataforma más que pueda dar continuidad y nuevos aires al Proceso. Pero justamente por eso, la mayoría de los barceloneses ha votado proyectos que priorizan gestionar bien la ciudad y no parecen estar especialmente estimulados para participar en este «Juegos de Tronos» local.

Resultat d'imatges de la batalla de barcelona

Los resultados han hecho bajar de golpe a Ada Colau a la tierra. La reacción llorosa de la noche electoral denotó una falta notoria de capacidad y cintura política. El PSC adoptó una actitud prudente y un inteligente perfil bajo, en espera de que las emociones iniciales sedimentaran. En este contexto Manuel Valls demostró la rapidez de reflejos que sólo da la experiencia, además de disponer de un proyecto político propio al margen y más allá de Ciudadanos. Sin duda que intentar estar al margen de los bloques que se han construido en la política catalana como ha hecho Colau se puede considerar positivo, pero anclarse en vaguedades y querer contentar objetivos contradictorios siempre tiene una corta carrera. Los Comunes están inexorablemente emplazados a empezar a hacer política de verdad, con las contradicciones que ello siempre conlleva. En Barcelona tienen la posibilidad de, pactando con el PSC, sacar adelante un proyecto progresista de ciudad intentando responder a los muchos retos y problemáticas que tiene esta gran urbe planteados. O tienen la posibilidad, democráticamente bien legítima, de incorporarse plenamente al «procesismo» entregando Barcelona y toda la carga simbólica incorporada a Ernest Maragall. No es una opción menor, resulta una elección de gran trascendencia estratégica y política. Y no hay que olvidar que en este caso, como casi siempre en política, el factor personal acabará siendo determinante. Los Comunes han demostrado ser un proyecto extraordinariamente débil y voluble, que parece empezar y terminar en Ada Colau. Es el problema que tienen los hiperliderazgos tan en boga en la nueva política. Disponer de la Alcaldía encabezando un proyecto de izquierdas durante cuatro años, probablemente dotaría a este espacio político de tiempo para reorganizarse y fortalecerse de cara a jugar algún papel en la política catalana futura, les proporcionaría una segunda oportunidad. Lógicamente, se tendrán que escuchar de todo. O bien, hacer de trampolín del independentismo, incorporándose a ellos de facto, lo que le proporcionará cargo pero una total irrelevancia política. A menos que se convierta del todo a la nueva verdad «revelada» y adopte la fe del converso que algunos practican de manera desaforada.

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