Digámoslo claro. Que se queme la basílica de Notre-Dame significa un inmenso desastre para el patrimonio cultural de la humanidad y queda enormemente dañada una obra tan interesante desde el punto de vista artístico como relevante desde el punto de vista de su significación simbólica. Notre-Dame es el icono y el perfil de París, pero también de Francia y de una Europa conformada a partir de ir sobreponiendo capas, como la propia iglesia, a su pasado medieval. Símbolo de un momento y de una época en la que se iba abandonando la diseminación rural que tan bien había simbolizado y representado la arquitectura románica, apostando ya por una incipiente vida urbana que daría lugar a mutaciones y cambios de gran envergadura y que representaba mucho mejor la mayor sofisticación y los vitrales que dejaban pasar la luz y proporcionaban gran variedad de colores como eran las catedrales góticas. Los orígenes de una vida más agrupada y socializada, que daría lugar a las grandes transformaciones sociales, políticas y económicas de los siglos a venir. Estamos ante el sustrato material y simbólico del que acabará por ser Europa.
Pero nada es eterno y todo pasa, aunque nos cueste de aceptar. Las situaciones accidentales, lo que es inesperado también forma parte de lo que es posible. Conscientes de nuestra caducidad como humanos, parecemos a aspirar a que haya vestigios materiales que nos trasciendan. Y esto sólo resulta posible de manera relativa o durante un tiempo. Nada resulta inmutable por más sólido que nos parezca, y la desaparición de trazas tangibles para más queridas y protegidas que las tengamos, parece un imponderable imposible de superar. Aunque sea de manera incidental, todo tiene fecha de caducidad. Incluso lo que se fosiliza, acaba por perder aquellas características que recordaban su vida pasada. Por más que toda Francia, como un solo hombre y con su Presidente al frente, se conjuren para rehacer de manera fiel lo que el fuego ha destruido, lo que se erija no dejará de ser una sombra, una mera copia, de lo ya no es posible recuperar. Y es ley de vida. Decía un teórico que el pasado sólo se repite en forma de farsa. Pretender erigir de nuevo una cosa vieja, como si los avatares de los tiempos no nos la hubieran arrebatado, es una pura quimera. Lo que desde el punto de vista tanto cultural como arquitectónico tendría sentido sería consolidar lo que ha quedado en pie y, en todo caso, hacer un acondicionamiento actual, donde lo viejo y el nuevo dialogaran. La negación de la realidad, sin embargo, y a pesar de la modernidad que suele acompañar a Francia, será apostar por un pesebrismo que, muy probablemente y por más dinero invertido, bordeará el ridículo. Las actitudes públicas a día de hoy, ya lo resultan.
La exhibición de falsa generosidad por parte de las grandes fortunas francesas ofreciendo cantidades impúdicas de dinero para reconstruir Notre-Dame, ha sido más que una manifestación de magnanimidad una apuesta indecente promovida por parte de los asesores de marketing de los ricos y sus marcas de lujo, proporcionando la falsa impresión de que siempre están dispuestos a devolver a la sociedad una parte de lo que ésta les ha proporcionado. No hay grandeza ni altruismo en el gesto, sino la capacidad de aprovechar una ocasión de oro para imbuirse de una ejemplaridad que se incorpore a sus valores de «marca» y blanquee los procedimientos económicos y laborales que les han permitido tal concentración de riqueza. Los titulares de esta reacción tan espléndida de los magnates, obvia cosas tanto trascendentales como que, de manera paralela, se negocia con el gobierno francés una exención fiscal a la donación que acabará convirtiendo no sólo su solidaridad con un negocio fiscal, sino que al final de cuentas quienes lo pagarán serán los contribuyentes franceses. Fijémonos que fácilmente se concentran recursos para hacer frente a reconstrucciones de tesoros arquitectónicos y lo difícil que es hacerlo para causas humanitarias. Cuando hace ahora justamente seis años se derrumbó el edificio industrial del Rana Plaza en Bangladesh y murieron más de 1100 personas, ningún magnate europeo aportó dinero para socorrer las familias de los trabajadores afectados. Ni siquiera con el paso del tiempo terminaron por pagar las empresas que, en caliente, se comprometieron, avergonzadas públicamente para producir sus prendas en aquellas condiciones de miseria material. Qué mundo hemos construido, que se ha convertido en normal socorrer inútilmente las piedras y obviar ostentosamente a las personas.