Esta misma semana el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUD), ha publicado un elocuente informe sobre las perspectivas medioambientales del planeta. Los datos y sus conclusiones resultan demoledores. Los temores que eran tachados hace un tiempo de pesimistas sobre una eventual tendencia autodestructora a la que nos lleva un modelo irracional de producción y de consumo, no sólo se confirman sino que la distopía ecológica alcanzará a una velocidad superior a la que creíamos. Los objetivos de sostenibilidad que se han ido fijando el 2030 o bien en 2050, no sólo no se están cumpliendo, sino que se está muy lejos de hacerlo. Se requeriría de tomar medidas urgentes, pero ni los sistemas de gobernanza global lo permiten, como tampoco las pulsiones negacionistas que predominan entre una parte significativa de la nueva política derechista que se autodenomina desacomplejada. El reto del cambio climático no se asume como lo que es, el mayor y más urgente problema que tenemos planteado. Un fenómeno que altera los patrones meteorológicos y que provoca un efecto muy amplio y profundo sobre el medio ambiente, la economía y la sociedad, poniendo en peligro los medios de subsistencia, la salud, el agua, la seguridad alimentaria y energética, con los efectos ingentes sobre el aumento de la pobreza, la batalla por la tierra, las migraciones y el aumento de conflictos.
La transversalidad del cambio climático viene acompañada de una dramática pérdida de la biodiversidad, la reducción drástica del agua dulce disponible, una mortífera contaminación del aire especialmente en las grandes conurbaciones que se van conformando, la inundación de plásticos en los mares y océanos, o bien el agotamiento de los recursos disponibles. Todo ello en un planeta presionado por 7.500 millones de habitantes, los cuales se convertirán en 10.000 millones hacia el año 2050. La inacción se ha convertido en una vía hacia el suicidio. El modelo de producción y de consumo masivo establecido y hegemonizado desde los países más ricos, ni se puede sostener y aún menos se puede generalizar. Algunos datos son suficientemente elocuentes. El estadounidense medio consume 3.800 calorías al día, lo que significa que si las personas que pueblan el planeta consumieran al mismo ritmo, sería necesario un planeta cinco veces mayor del que disponemos. De hecho, como hace notar Jeremy Rifkin, los seres humanos ricos y pobres hoy ya consumimos recursos equivalentes a un planeta y medio. Dicho de otro modo, se requiere de un año y medio para regenerar lo que consumimos en un año, estamos gastando el futuro.
El aumento de la huella ecológica en los últimos cincuenta años no tiene parangón, ni posibilidad de sostenerse en el tiempo. Cada persona, de media, deja una huella ecológica equivalente a 2,7 hectáreas, lo que nos lleva a un impacto conjunto de 19.000 millones de hectáreas en un planeta que sólo tiene una biocapacidad de 13.000 millones de hectáreas. O lo que es lo mismo, superar una media de 1,8 hectáreas por persona nos lleva directamente al desastre ecológico. Esto son datos medios, pero también aquí la desigualdad adquiere tonalidades brutales. Los 1.000 millones de personas con mayor nivel de renta, dejan una huella ecológica equivalente a 3 hectáreas por persona, mientras que los 1.300 millones de personas que tienen una renta por debajo de los mil dólares, sólo consumen 1 hectárea de biocapacidad por persona. Con las tasas de crecimiento de China, entre un 7% y un 10%, el producto interior bruto mundial se doblaría en siete años y se multiplicaría por 736 en un siglo. ¿Es posible mayor despropósito?
Como planteaba hace unos años el ecólogo Ramon Folch, las pretendidas verdades fundacionales de la civilización industrial clásica se han revelado equivocadas. Se consideró que la matriz biofísica era ajena a los procesos económicos, creyendo que sus componentes esenciales (agua, suelo, clima…) eran «bienes libres irrelevantes». La consecución de un nuevo equilibrio de sostenibilidad global, requiere la instauración de un modelo radicalmente nuevo de desarrollo económico, social y ambiental. Para eso, realmente, sí que se requiere de una «nueva política».