El exhibicionismo del yo

Si algo ha cambiado de manera notoria en el paisaje urbano los últimos tiempos, es la actitud de las personas. Casi nadie observa, habla, mira, se abstrae o escucha. Se trata de mostrar el círculo cerrado que cada uno de nosotros forma con su smartphone. Se exhibe tecnología y una hipercomunicación tecnológica, cuya finalidad es evidenciar nuestras miserias cotidianas y el culto al yo. Christopher Lasch escribió hace años sobre la cultura del narcisismo que es inherente a la sociedad de consumo de masas y del ideal individualista del liberalismo burgués llevado al extremo. Un proceso que transporta los individuos del interés por los demás hacia el interés por la ficción particular, de la preocupación por las injusticias colectivas hacia los problemas personales, un viaje hacia dentro de uno mismo que pretende ser emancipador y que se concreta en el culto a la salud física y mental, y donde se sustituye la figura de referencia, del político por la del terapeuta. El ideal de felicidad ya no sería la paz exterior, sino la pretensión de llegar a una de interior. Un individuo que tiende a la emocionalidad indiferente, egocéntrica y desenfocada, y que practica el «minimalismo moral» y el espíritu de supervivencia.

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Una determinada economía, unas determinadas pautas de consumo y el modelo de sociedad neoliberal, junto con los instrumentos tecnológicos del mundo digital, genera un tipo de individuos y unas determinadas pautas morales. Aunque, lógicamente, no se puede generalizar ya que la diversidad de culturas individuales es enorme, la tendencia a generar comportamientos infantilizantes, es grande. La dificultad para adquirir una visión global en un mundo tan complejo y cambiante, conlleva en muchos casos a un repliegue hacia actitudes y comportamientos de niños consentidos. Una de las reacciones más evidentes a este retroceso en la edad adulta, el huir de la complejidad hacia el simplismo, es el aumento sin parangón de los comportamientos insolidarios y egoístas. Un egocentrismo no sólo ni principalmente ideológico en la línea del liberalismo clásico, no entendido como un valor, sino como comportamiento emocional del tipo «lo quiero, y lo quiero ahora», como si la sociedad de consumo compulsivo nos permitiera participar en una fiesta hedonista continua en la que las limitaciones, el NO, no existieran ni fueran posibles. Esta voracidad instituida, tiene múltiples manifestaciones. El individualismo enfermizo que nos lleva a despreocuparse ante la pobreza extrema que nos topamos en las calles y los sin techo que debemos superar para acercarnos a un cajero automático han pasado a formar parte del paisaje urbano, o el dejar de atender cualquier accidentado. Nada nos hará renunciar a los auriculares, o abandonar el tecleo impulsivo de la pantalla del móvil. Egoísmo y autismo voluntario se combinan para ir surfeando por la realidad y en el tránsito por la vida.

De manera paralela se ha fomentado la acentuación del hiperconsumo, en un narcisismo estético y de adicción a las compras con derivaciones casi patológicas. Claramente hay una mutación del «nosotros» al «yo», que está descapitalizado enormemente la vida social y la posibilidad de proyectos colectivos, así como la construcción de sociedades más humanitarias e inclusivas. El creciente voto populista, no deja de ser una apuesta en la misma línea. El culto al cuerpo, el gimnasio convertido en el nuevo templo oratorio, es una de sus expresiones más evidentes aunque seguramente no de las más nocivas; como el de ser unos jóvenes perpetuos tanto en el cuerpo, la estética, las actitudes y los comportamientos. Solemos pasar de manera repentina de la eterna juventud a la vejez extrema. Mientras tanto, usamos y abusamos de los nuevos tótems tecnológicos, la función es de significación, de representación, y de intentar compensar nuestro aislamiento con una ficción de intercomunicación donde la falta de verdaderas amistades se compensa con blandir miles de ellas a Facebook y donde nuestra interactuación va poco más allá de los reiterados «me gusta» que es el mantra reiterativo de la vida «digitalizada».

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