Persistir en el error

Desde su configuración a finales del siglo XIX y hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX la socialdemocracia representó una visión más social, más equitativa y más inclusiva del capitalismo. Para evitar los monstruos en que derivaban las tentaciones revolucionarias anticapitalistas, se apostó por hacer compatible la justicia social con la libertad política, con un vínculo indisoluble de las pretensiones de cambio con la expresión democrática que permitiera superar las tendencias extremas y empobrecedoras a las que suele conducir la economía de mercado cuando está faltada de reglas, de mecanismos de control y de correcciones a sus evidentes fallas que la llevan a la polarización de rentas en los extremos y en la crisis. Los mecanismos de redistribución de la riqueza -salariales y tributarios- impedían que se generaran sociedades formadas por ganadores y perdedores excluyentes y contrapuestos, para dar lugar a niveles matizados de desigualdad y estructuras sociales donde se priorizaba la cohesión, la estabilidad y la seguridad, que ponían un cierto orden dentro a la tendencia al desorden caótico al que suele llevar el capitalismo más extremo. Distando mucho de la situación óptima, tras la Segunda Guerra Mundial se consiguió durante unas décadas que la sabia combinación de política y economía, de regulación y de mercado, que realmente la actividad productiva contribuyera a lo que debería ser, al parecer, su finalidad: proporcionar el mayor bienestar posible al mayor número de personas posibles.

Curiosamente, de manera bastante inesperada, la caída del muro de Berlín y del régimen soviético tuvo bastantes más consecuencias que la liberación de mucha gente del dogal de sistemas políticos y económicos tan abyectos como poco eficaces. Triunfaba la libertad allí donde tanto la habían esperado y se había hecho de rogar su llegada, pero se empezaba a imponer un modelo de capitalismo desancadenado, toda vez que ya no había un contramodelo con una cierta capacidad intimidatoria. Todas las concesiones hechas en nombre de la paz social durante los años de predominio del modelo social europeo, eran puestas en cuestión por una teoría económica de signo ultraliberal y unas propuestas políticas de un conservadurismo recalcitrante que creían llegado el momento de dejar que se expresara de manera completa lo que los teóricos habían definido como «la destrucción creativa» de una economía completamente desregulada, a las que no se le establecían prioridades ni objetivos ni limitaciones en pro del interés colectivo, como si el Mercado tuviera unos valores morales intrínsecos que, obviamente, no tiene. Globalización y financiarización de la economía que llevan a la desigualdad, el empobrecimiento y el colapso, en pro de la maximización del enriquecimiento y tomando el nombre de la libertad en vano. Apuesta por un capitalismo de máximos, que lleva a sociedades de mínimos, donde las clases medias se han convertido en un coste que los sectores económicos dominantes no están dispuestos a sufragar.

En este contexto, la socialdemocracia y el laborismo británico de la mano de Blair erraron en asumir los valores y los conceptos del liberalismo económico y del conservadurismo político, en su prisa por pasar de ser «alternativa a», a convertirse en «alternancia de». Todo esto se producía en los años noventa y en la primera década del siglo. Todo inducía a creer que con lo que se ha destapado con la crisis del 2008, la izquierda europea recuperaría los valores y componentes de radicalidad que le habían dado sentido como relato y propuesta emancipadora para la mayor parte de la ciudadanía. De momento no parece que sea así y apuesta por profundizar en sus errores, hasta ser borrada del mapa por la ciudadanía. Si no corrige notoriamente el disparo, lo merece.

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