Cuando llegan las elecciones municipales los partidos políticos, especialmente los más grandes, suelen cuidar mucho los titulares. Uno de ellos es el número de listas que son capaces de presentar y si se aproximan a tener candidatos en prácticamente la totalidad de los municipios. Se trata de tener muchas y, a ser posible, alguna más que los grandes rivales, lo que sería síntoma de una mayor implantación en el territorio. Interesa la noticia, el impacto informativo momentáneo, pero poco lo que tenga de realidad todo ello, si las listas son solventes y con un mínimo de expectativas, si son presentables y superarían la prueba del algodón de la dignidad y los principios democráticos. Así ha ido tirando durante años la «vieja política» a trompicones, de descrédito en descrédito hasta que la desafección e incluso la repugnancia que ha acabado provocando en buena parte de la ciudadanía se han convertido en insufribles. Aparte de presentar a veces candidaturas poco solventes y con caras que generan poca confianza e incluso poco recomendables, ha resultado especialmente increíble para una ciudadanía perpleja que se presentaran candidatos de fuera del municipio cuando no se tiene arraigo suficiente, en un regreso el «cunerisme» de los candidatos decimonónicos, se complete la lista con foráneos o bien se configure la lista con toda la familia sanguínea o política del primer candidato, que de todo hay en la viña del señor.
Presuponer, especialmente en pequeñas poblaciones donde más se recurre a este sistema, que los ciudadanos votarán al partido sin darse cuenta del carácter fantasma de la candidatura, es presuponer que los electores son cortos de entendederas, cuando no directamente idiotas. El coste de reputación por los partidos dados a estas prácticas es muy grande y difícilmente lo puede compensar un titular de prensa beneficioso o unos ingresos económicos adicionales a los que tienen derecho de las subvenciones públicas. Se ha llegado a un punto donde la ridiculización del espíritu democrático y del sistema de representación que significa recurrir a estas artimañas tan típicas de aparato de partido, genera un rechazo grande y difícil de mantener un mínimo de credibilidad por parte de quien lo practica. Muchos partidos habían hecho autocrítica al respecto después de los numerosos casos destapados en las elecciones municipales de 2011 e hicieron ostentosas muestras de propósito de enmienda.
En realidad, sólo en Cataluña en estas elecciones, el PP y el PSC presentan más de 300 candidaturas que son totalmente fantasmas, con casos absolutamente esperpénticos de candidatos que ni siquiera saben que lo son, además de fantasmagorías parciales en forma de completar candidaturas con gente de la otra punta de España o hacer listas a base sólo de familiares del primer candidato. Con el evidente malestar de la ciudadanía con las prácticas de politiquería habituales, con las demandas de ética y transparencia que se expresan recurrentemente, con la necesidad manifiesta de nuevas formas y objetivos de hacer política, aún hay quien recurre a las formas más caciquiles, absurdas y cutres de practicar la política. No han entendido ni entenderán nada. Hay partidos que desarrollan a partir de cierto momento una tentación incontrolable hacia el suicidio político. Más que por las listas fantasmas, algunas organizaciones han envejecido conceptualmente tanto que se han convertido fantasmagóricas.