Jueces bajo sospecha

Los variados espectáculos que nos están proporcionando desde el Poder Judicial últimamente en España, lo es todo menos edificante. Los codazos, las luchas por el poder, las vanidades ofendidas, las colisiones de intereses, el ejercicio de la soberbia, las influencias sutiles o no tanto… Todo ello degrada la percepción de lo que debe ser un pilar clave de la conformación del Estado y la ciudadanía nos vamos haciendo con la convicción de que el funcionamiento de la Justicia, en mayúsculas, tiene poco que ver con la necesaria y deseable impartición de justicia, condición ésta para que las sociedades funcionen como tales. Ni establecer el gobierno de los jueces puede ir asociado a movimientos de sillas que tienen intereses inconfesables para obtener que determinados casos recaigan en togados más duros o más amigos, da igual; pero tampoco la función de estos es proteger los intereses de grandes empresas las que, previamente, les han satisfecho con honores y con generosos encargos en forma de conferencias abusivamente remuneradas.

Cada vez que se deben hacer renovaciones al Poder Judicial asistimos a la gestión compleja de intereses entre los grandes partidos políticos que tienen la posibilidad de hacer nombramientos y los posicionamientos gremiales. Siempre hay quien afirma que la «independencia» del Poder Judicial pasa porque la política no intervenga de ninguna manera. La alternativa, sin embargo, implica que el mundo judicial termine por ser un recinto cerrado de intereses meramente corporativos que no queda muy claro que mejoraran la neutralidad en el ejercicio de su función. Tan malas resultan las interferencias políticas que pueden generar dudas sobre la necesaria división de poderes, como la escasa preeminencia de los valores democráticos que implicaría entregar un pilar básico del sistema político a una casta autoconstituida y en ningún modo electa.

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Y es que configurar un poder independiente, muy preparado y profesional, al margen de intereses y de presiones y que no caiga en la constitución de un cuerpo cerrado, cargado de privilegios y al margen de la realidad, no se ha terminado por resolver prácticamente ninguna parte. Las batallas políticas más duras que se dan en Estados Unidos, aparte de las elecciones presidenciales, son las que tienen que ver con el nombramiento de jueces de la Corte Suprema. Por todo Latinoamérica, la emergencia de jueces estelares que acaban no sólo para representar intereses muy concretos, sino de hacer de brazo armado en las batallas políticas resulta casi una constante. Que en Brasil el juez que convirtió en una cuestión personal el encarcelamiento de Lula ahora haya sido nombrado ministro de Justicia y Gobernación por Jair Bolsonaro, resulta un buen ejemplo de la desfachatez con la que se acaba actuando. Cada vez más, la práctica judicial en todo el mundo se ha convertido en una especie de continuación de la política, pero por otros medios.

La judicialización de la política, de la que tanto se habla en Cataluña y España, desgraciadamente es un fenómeno bastante más general. Cuando la política se convierte no en espacio de deliberación y acuerdo, sino de crispada confrontación donde se niega el propio derecho a existir del contrincante, la liquidación por vía judicial del adversario termina por convertirse en una buena alternativa. Siempre se podrá encontrar un fiscal o un juez que se preste a levantar un caso contra alguien que conviene, aunque la base sea poco sólida o inexistente. De lo que se trata, es que sea «funcional». Que en términos legales sea prevaricación, resulta secundario. Porque lo que liquida judicialmente al adversario político no es especialmente la sentencia judicial, sino el largo y publicitado proceso. La «pena de telediario», lo llaman.

Renovar y airear el mundo judicial depende de sistemas de gobernanza mejores de los que se usan hoy, pero requiere de muchas otras cosas. Probablemente de cambios de cultura, de usos y costumbres. Seguramente no podemos aspirar a jueces químicamente puros, no influenciables, pero estaría bien que no configuraran un mundo aparte lleno de privilegios y de un sentido casi tribal de gremio, como tampoco cayeran en la tentación de constituirse en «padres de la patria». De esto estamos ya sobrados.

Un comentario

  1. Lo mismo por acá en Colombia. La política siempre ha estado ahí, hoy nuestras maneras de mirar, seguir y hacer juicio de sus actos, son más informadas y manejamos más elementos. Ojalá eso facilite cambios, más ciudadanía activa.

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